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CAPITULO 7: CICATRIZANDO HERIDAS

Las gotas de lluvia golpeaban con rítmica cadencia los amplios
ventanales formando riachuelos inconexos que terminaban muriendo en
multitud de diminutos charcos esparcidos por la grava. Clap... clap...
clap... clap... El monótono gorgoteo era como un bálsamo para el
melancólico estado de ánimo de un inmóvil observador cuya mirada se
perdía ausente, cautivo de abismales pensamientos. El joven, que
aquella mañana vestía de estricto negro, contemplaba absorto el
maravilloso espectáculo que la Naturaleza había desplegado ante sus
ojos. De pie, junto a la ventana de la terraza del acogedor estudio,
sostenía entre sus manos una taza de café ya fría, perdido hacía
tiempo su humeante aspecto víctima irrevocable del olvido.

Pese al profundo dolor que todavía laceraba su espíritu, había logrado
hallar una luz allí donde sólo había creído estar rodeado de sombras.
A despecho de la cantidad de exóticos y atrayentes lugares que había
conocido en sus múltiples viajes alrededor del mundo, nada le conmovía
tanto como regresar a Lakewood en Primavera: el especial matiz
verde-esmeralda tiñendo las hojas de sus castaños, los primorosos y
delicados capullos a punto de florecer adornando el Portal de las
Rosas, las cristalinas aguas del bullicioso río truchero atravesando
turbulentas la propiedad, la especial cualidad del aire, tan puro y
refrescante... Su alma se sentía vivificada y renovada al retornar.
Lakewood era su retiro privado, un santuario construido con el fin de
ensalzar las maravillas de la Naturaleza, acercando al hombre a la
Divinidad y sus extraordinarias criaturas. Albert siempre lo había
considerado un bálsamo para su espíritu; no había ningún otro lugar
donde se sintiera tan en paz consigo mismo, tan cerca de la felicidad
más completa.

Desde que había llegado, apenas había hecho otra cosa que reflexionar
y disfrutar de los hermosos paisajes de la propiedad. La última noche
pasada en Chicago había agotado las pocas reservas de autocontrol que
aún le quedaban. El rechazo sufrido había abierto una profunda herida
en su alma que sólo se sentía capaz de superar en soledad, alejado de
Candy, de la familiaridad de su vida en común y los constantes
recuerdos; recluido en total aislamiento en su particular remanso de
paz... Conocerla desde su infancia había provocado que su amor hacia
ella echara profundas raíces en su corazón. Olvidarla se le hacía tan
doloroso como amputar una parte esencial de sí mismo. La había querido
desde siempre, desde que podía recordar... Aun podía evocar a aquella
niña ingeniosa e inocente, con el rostro atestado de graciosas pecas,
que lloraba angustiada en la Colina Cartright, a la que ella,
ingenuamente, había bautizado como "su" Colina de Pony...

Albert cerró los ojos, intentando bloquear los recuerdos que
continuaban hiriéndole. Pero era tan difícil... Necesitaba tiempo, y
no disponía del suficiente... Cuando los abrió de nuevo, fijó su
atención en la primera línea de setos que circundaba el inmueble,
esforzándose por encontrar un pensamiento agradable que lo alejara de
la insoportable agonía que lo perseguía desde hacía tres días, de la
realidad que finalmente había decidido aceptar y que tantos años
llevaba soslayando... Súbitamente evocó un balancín y un chiquillo
feliz subido a él, riendo desinhibido...

... Años atrás, cuando él aún era un niño, había habido en ese lugar
un columpio desde el que podía impulsarse hasta casi alcanzar el cielo
con sus manos. Cuando él era aún un niño...

Con la taza fría aún entre sus dedos, absorto en las imágenes que su
mente evocaba, dejó que sus pensamientos vagaran libres, como pétalos
al viento, persiguiendo un pasado distante en el que había sido
dichoso...

... Pauna y yo siempre pasábamos los veranos aquí. Ella adoraba cuidar
personalmente de sus rosales, aún cuando su enfermedad más lo
desaconsejaba, y solía venir periódicamente a lo largo de todo el año.
Yo tenia que aguardar, impaciente, las vacaciones de verano para
reunirme con ella. Siempre pensé que Lakewood era una especie de
Paraíso en la Tierra, el paraíso de un niño ciertamente...

¿Había niños de mi edad en los alrededores? Creo que no. Esos veranos
eran temporadas solitarias. De hecho, creo que nunca tuve tiempo de
aburrirme... Ya a tierna edad me fascinaba la contemplación de los
insectos: la paciente araña tejiendo su mortal tela, las civilizadas
hormigas recogiendo alimento para el invierno, el seductor baile
nupcial de las efímeras mariposas. Observaba maravillado el resurgir
de la vida animal cada mañana: el piar madrugador de las aves y sus
sincronizadas danzas en el firmamento, las juguetonas y traviesas
ardillas recorriendo el bosque de la finca de rama en rama, la
vibrante vitalidad de los ciervos en constante estado de alerta, la
fuerza desbordante de los salmones surcando los remolinos del río en
su camino hacia el desove.

Casi todas las tardes salía a montar a caballo. Aún lo recuerdo tan
nítidamente como si no hubiera pasado el tiempo... Mi potro se llamaba
Ruano. Mi cuñado me lo había regalado cuando apenas empezaba a
practicar equitación en el Colegio. Robert lo compró en uno de sus
viajes a España, cuando su fragata hubo de anclar en el puerto de
Cádiz. Era un pura sangre de casta andaluza, espíritu ardiente y
fuerte temperamento. Me enamoraré del renegrido animal a primera vista
y, pese a que no fue fácil domesticarlo debido a su fogosidad, poco a
poco terminé capturando el indomable alma de la bestia. Llegó a ser
raro vernos separados, pasábamos juntos incontables horas. Ruano se
convirtió en mi mejor amigo de la infancia. Su muerte fue mi primer
gran dolor. Me convenció de que mi amor hacia los animales no bastaba,
de que debía aprender a aliviar su dolor. Resulta gracioso que sólo
gracias a su pérdida descubriera mi verdadera vocación... Pero para
qué quejarse, la vida es una amante casquivana que nos somete a sus
constantes caprichos, queramos o no... Mi mejor amigo se había
marchado para siempre, y yo volvía a encontrarme solo.

Decidí buscar la compañía de otros niños. No quería otra mascota cuya
pérdida me hiciera sufrir. Me parecía la única manera de poder aliviar
mi dolor. Después de compartir tantas jornadas junto a Ruano, la
soledad ya no me era tan soportable como antes. La salud de Pauna
estaba bastante deteriorada y no podía dedicarme demasiado tiempo; por
su parte, el pequeño Anthony, que entonces tendría unos siete años,
nunca se separaba de su madre, así que empecé a vagar por Lakewood y
sus alrededores. Fue en uno de esos paseos sin rumbo cuando descubrí
por casualidad el Hogar de Pony. Inmediatamente me sentí atraído por
los niños que vivían allí, hermanado con ellos, ya que eran huérfanos
como yo. Desde entonces me dediqué a espiar sus juegos siempre que
podía, temeroso de darme a conocer y disfrutando de sus ingeniosas
travesuras como si fueran mías.

Así conocí a Candy. Parece curioso, pero aunque pensar en ella como
mujer sólo me provoca dolor, recordarla de niña me llena de ternura.
Apenas tendría seis años entonces, pero ya era el alma de todos los
juegos; su vivacidad y valentía, su picardía e ingenio hacían las
delicias de todos los niños, pero también le granjeaban continuas
regañinas de sus madres custodias. Era la primera vez en mi vida que
me sentía tan atraído por otro ser humano, la primera vez que
realmente deseaba lograr la amistad de otra persona. Tenía amigos en
el Colegio, pero con ella era diferente. Como si fuera un reflejo de
mí mismo, como si escuchara un eco de mi alma en la suya. A lo largo
de mi vida, he tenido a veces ese tipo de sensación al conocer a
ciertas personas, una especie de sexto sentido que lee directamente en
el interior de los demás, sabedor de la existencia de un nexo
indeleble entre nosotros... Aquella fue la primera vez que tuve
consciencia real de ello. No conocía a aquella niña, pero me sentía
profundamente unido a ella. No sabía nada de su vida y al mismo tiempo
era como si lo supiera todo.

Recuerdo que me estrujé el cerebro tratando de encontrar la manera más
apropiada de presentarme. Miles de veces había imaginado cómo sería
jugar con ella, reír con sus bromas, trepar a los árboles que tan bien
conocía. Deseaba enseñarle Lakewood, presentarle a Pauna y al pequeño
Anthony, mostrarle la belleza del bosque de nuestra propiedad y los
fascinantes animales que allí vivían... Sin embargo no me atrevía a
dar el primer paso... Fue una tarde de principios de septiembre cuando
el destino me brindó la oportunidad que tanto había estado anhelando.

Parece que fue ayer. Las imágenes están grabadas a fuego en mi
memoria...Aquel día le había pedido a George, que me conducía en coche
a una fiesta a la que acudía en representación de mi hermana, que se
detuviera un momento cerca de la colina Cartright. Deseaba espiar
brevemente a la encantadora familia de huérfanos, ya que no tendría
ocasión de volver a hacerlo hasta el año siguiente. Retornaba a
Chicago para continuar con mis estudios. Para mayor fastidio, esa
tarde vestía con el traje de gala familiar y los pliegues del kilt se
me enredaban entre las piernas dificultando mis movimientos. Tardé una
eternidad en ascender la colina. Mi cornamusa pesaba entre mis brazos,
pero ansiaba poder interpretar una melodía de despedida en aquel lugar
que tanto había llegado a amar y que me había brindado tan gratos
momentos. Cuando la vi allí sola, llorando, mi corazón se encogió de
tristeza. Mi primera intención fue ocultarme pero, una fuerza superior
a mí me impulsó a consolarla, vencida cualquier timidez. Cuando ella
me vio y sonrió extrañada ante mi indumentaria, llamándome
"extraterrestre", supe que había merecido la pena soportar el calor
que el pesado traje me causaba. A medida que hablábamos, ella se iba
serenando y su hermosa sonrisa no tardó en iluminar su rostro. Con el
rabillo del ojo veía cómo George me hacía señas y cuando ella salió
corriendo detrás de la carta que el viento le había arrebatado,
encontré la ocasión de desaparecer. Nunca hubiera adivinado que
atesoraría mi recuerdo tan profundamente en su corazón ni que, desde
aquel momento, sería para ella su "Príncipe de la Colina"...

Albert acercó la taza de café a sus labios y bebió largamente. Apenas
notó su sabor frío y desagradable. Evocar el pasado había llenado su
interior de calidez. Si cerraba los ojos, podía ver colores brillantes
desterrando la negrura que hasta esa mañana parecía estar cubriéndolo
todo.

No volví a verla durante muchos años. Mi hermana murió al año
siguiente y Monty decidió enviarme al Colegio St Paul. Los británicos,
con su particular flema y cinismo, empezaron por resultarme
antipáticos, además de que la rabia y la tristeza me agobiaban; sin
embargo, poco a poco, comencé a superar la desazón y a habituarme a mi
nuevo entorno. George fue mi único vínculo con Estados Unidos durante
los cinco años que permanecí aislado en Inglaterra. Deseaba volver a
Lakewood, pero al mismo tiempo, pensar en ese lugar sin la presencia
de Pauna, vivir allí sin ella, se me hacía intolerable. La pequeña
familia que habíamos formado a su alrededor había terminado
destruyéndose cuando ella nos dejó: Robert, agobiado por la pena,
había regresado al mar, y el pequeño Anthony permanecía custodiado por
la tía-abuela Elroy. No me quedaba ningún hogar al que volver. Nadie
que me aguardara. Estaba solo.

¡Qué curioso es el destino! Sólo me permití regresar cuando cumplí
dieciocho años. Me sentía fuerte y pensaba que había superado el
pasado. Había decidido mantener oculta mi identidad a toda la familia.
Deseaba ser libre, vivir mi vida sin restricciones, sin tener que
depender de un apellido, de una posición... Valerme por mí mismo.
Lakewood se había mantenido intacto a pesar del tiempo. Sólo Monty y
George sabían de mi presencia en la casita de leñadores y yo, por mi
parte, me las ingenié para ocultarme con éxito de los vigilantes de la
propiedad. Había llegado a conocer este lugar como la palma de mi
mano.

Durante el primer año que pasé aquí, el destino quiso que volviera a
reencontrarme con Candy. Era exactamente igual de encantadora que
cuando era niña, incluso más, generosa, paciente, adorable... Pero su
infelicidad me hirió en lo más profundo. Los maltratos de los Legan,
el exceso de trabajo, los constantes insultos, las vejaciones, las
envidias que debió soportar habían borrado la sonrisa de su rostro. Yo
había cambiado mucho por entonces. Debí disfrazarme para no llamar la
atención, ya que mi aspecto es inconfundiblemente Andrew: casi
idéntico al de mi padre y probablemente similar al del pequeño Anthony
si éste hubiera alcanzado la mayoría de edad. Me teñí el pelo de un
tono castaño oscuro, bastante poco favorecedor por cierto, y me dejé
crecer bigote y barba. En suma, a pesar de tener apenas veinte años,
cuando volví a verla aparentaba más de cuarenta. Aún me río cuando
recuerdo su rostro aterrorizado al despertar en mis brazos tras su
accidente en la cascada. Debió pensar que era un vagabundo asesino, un
malhechor o un pirata...

Fueron sus sufrimientos, las súplicas de mis sobrinos, y mi propia
intuición los que me hicieron ver que la única manera de garantizar su
felicidad era dándole nuestro apellido, adoptándola dentro del seno
familiar. Me convertí en su tutor de facto, en ese Tio William
idealizado que ella siempre ha adorado agradecida pero cuya verdadera
identidad tardó tanto en descubrir. Prefería ser para ella el Señor
Albert, el amigo que siempre aparecía para consolarla y ayudarla en
los momentos más difíciles, que el Tío William, el tutor respetado y
distante. No deseaba su gratitud, deseaba su confianza, quería verla
feliz. Sin embargo, luego llegó la muerte de Anthony, el idilio con
Terry, la separación...

Aunque intenté hacer todo lo posible para procurarle la felicidad, no
pude evitar que ella se hiriese con algunas espinas... Y finalmente
yo, también he terminado causándole dolor por no haber sabido
ocultarle mis sentimientos... ¡Si tan sólo no hubiera perdido la
memoria! ¡Si tan sólo ella no me hubiera cuidado en aquel hospital! Mi
infatuación infantil había desaparecido cuando la volví a ver en
Lakewood. Para entonces sólo deseaba ser su amigo, su confidente, su
tutor... Pero convivir con ella aquel ultimo año, desconocedor de mi
vida anterior, de los lazos que me unían a ella... Aprendí a verla no
como a un niña desvalida sino como a una mujer de exquisita belleza,
luchadora, cariñosa, generosa, gentil... Yo tenia veintitrés años, y
ella acababa de cumplir los diecisiete. Supongo que fue inevitable que
mis sentimientos evolucionaran... El destino quiso gastarme una broma
pesada cuando me permitió seguir con vida tras el accidente de tren
para enfrentarme a esta penitencia.

Sus labios se curvaron en una amarga sonrisa. Suspiró y se concentró
en la tranquilidad que percibía del exterior. El frenético ritmo de la
metrópolis había quedado atrás: las multitudes, los agobios, el
frenesí urbano... Hacía tanto tiempo que no se paraba a disfrutar de
las pequeñas cosas de la vida cotidiana: un amanecer, una tormenta, el
trino de un pájaro, un grupo de hojas mecidas por el viento, un café a
media tarde...

Dio la espalda a la balconada y tomó asiento en una mesa cercana sobre
la que aparecían desplegados un bloc de notas, un libro de rutas y
varios tratados de zoología africana. Su obsesión por olvidar sus
recientes miserias había convertido en imperiosa la necesidad de
emprender el ansiado viaje al Zaire. Concentraba la mayor parte de su
energía y tiempo en estudiar el proyecto. La atención que imprimía en
su trabajo era tan intensa que perdía frecuentemente la noción del
tiempo. Tan sólo gracias a la vigilancia que los miembros del servicio
mantenían sobre él, no había descuidado el orden en su aseo ni en las
comidas, que de otro modo habrían caído en el olvido.

De nuevo enfrascado en la lectura de los monográficos desplegados en
su estudio, Albert no advirtió que una forma silenciosa se introducía
en el cuarto y tomaba asiento cerca del ventanal. De mediana estatura,
fornido y de piel ligeramente cetrina, un análisis exhaustivo de sus
rasgos hubiera revelado una clara ascendencia hindú. En su tez
bronceada destacaban unos profundos y vívidos ojos negros a los que el
paso de los años no habían restado ni un ápice de intensidad y que, al
mismo tiempo, semejaban pozos repletos de ternura.

El visitante supo confundir su presencia con la del entorno logrando
pasar completamente desapercibido para el joven. Ni siquiera los
esfuerzos de un observador más atento hubieran tenido más éxito. Era
una habilidad que había conseguido perfeccionar a lo largo de los
años, desde su infancia como ladronzuelo en las calles de Londres, y
que aún ponía en práctica, por diversión o cuando los intereses de la
familia Andrew se veían comprometidos por cualquier circunstancia.

Contempló al joven en silencio, su mirada grave y preocupada. Desde
que Albert había regresado a Lakewood, y pese a sus esfuerzos por
ocultarlo, había sido testigo de su profunda amargura. Aún no había
logrado averiguar el motivo de su extraño comportamiento.
Habitualmente tranquilo, sereno y jovial, el joven nunca le había
parecido tan desesperado. Hacía años, le había prometido a su padre
que sería un buen consejero para él, que lo protegería y guiaría en
todo momento, sin embargo presentía que, en esta ocasión, conseguir la
cicatrización de sus heridas dependía exclusivamente de él mismo.
Desgraciadamente, ya no era un niño fácil de consolar sino un hombre
plenamente consciente de sus posibilidades.

* ¡George! - saludó Albert cuando un leve carraspeo llamó su
atención.

El hombre fue testigo de cómo el joven se recomponía internamente para
mostrarle su mejor semblante. Pese a las ojeras que circundaban sus
párpados y su evidente agotamiento emocional, consiguió esbozar una
amplia sonrisa.

* Estoy sorprendido, muchacho - respondió -. Madrugas tanto o más
que yo. Pensaba que estando de vacaciones, alejado de tus más
inmediatas responsabilidades, relajarías tu estricta disciplina y
te concentrarías en satisfacer tus vicios más inconfesables.

Albert simuló una carcajada.

* ¿Y precisamente tú me recriminas? No conozco a nadie más
responsable que mi viejo George. Bueno, no me mires así. Ya sé que
no eres tan viejo, amigo... Básicamente tú me has educado, así que
mis virtudes y defectos sólo tienen una fuente - el joven calló un
momento mientras enarcaba una ceja -. Por cierto, ¿cuánto tiempo
llevas sin tomarte unas vacaciones? Y no me digas que no puedes
hacerlo, porque llevo más de cuatro años intentando convencerte de
que, ahora que estoy al frente de los negocios de la familia,
puedes dejar ciertas responsabilidades en mis manos. A veces creo
que no confías en mis capacidades...

George, visiblemente contrariado, frunció el ceño.

* No me malinterpretes, Albert. Serías el orgullo de tu padre si aún
continuara vivo. Pero aún me queda mucho por hacer si deseo pagar
la deuda que contraje con él cuando me recogió del arroyo, me
educó, me ofreció una posición y un puesto de confianza en su
familia. Le prometí que velaría por tí, que protegería tu
bienestar y tus intereses. Considero que mi misión aún no ha
concluído.

Albert lo miró con escepticismo.

* Eres como un hermano para mí, George. Sé que mi padre te quería
como a un hijo aunque no llegara a adoptarte legalmente. De hecho
te dejó un importante legado en su testamento, podrías vivir
fácilmente de tus rentas... Y hete aquí, trabajando como un vulgar
ejecutivo, protegiéndome como si continuara siendo un bebé cuando
deberías empezar a disfrutar de tu propia vida. Ya has hecho
suficiente por esta familia.

George lo miró fijamente. Lo conocía desde que nació y sentía hacia él
el mismo afecto que si fuera su hermano de sangre. Recordó al bebé
regordete, dulce y tranquilo que había dado a luz la dama Beatrice, a
la que había llegado a amar como si fuera su propia madre. "Cuida de
mi hijo, George", había sido la única petición que le había hecho el
señor William y sus últimas palabras en su lecho de muerte. Durante
meses, su benefactor había sufrido la tortura de una enfermedad
degenerativa que le había ido privando del uso de sus facultades hasta
conducirle a un coma irreversible del que nunca volvió a recuperarse,
impidiéndole conocer a su hijo no nacido. Había sido especialmente
duro para él perder a su protector, la única figura paterna que había
conocido en su vida.

Desde entonces había dedicado su vida al cumplimiento de esa promesa.
Pauna se había hecho cargo de su hermano y Montgomery Weston se había
convertido en su tutor y supervisor educativo mientras él quedaba
encargado de proteger sus intereses hereditarios. El señor William
había dejado encargada la admisión de su protegido en Harvard y sus
excelentes calificaciones, junto con las disposiciones testamentarias
de su benefactor, le habían permitido tener una participación
destacada en la gestión de los negocios de la familia. Esas
obligaciones no le habían impedido realizar otras actividades de
carácter más trivial, favores personales hacia Albert quien, al
término de sus estudios en Inglaterra, había decidido mantener su
identidad en el anonimato, viviendo alejado de la familia. La adopción
de Candy había sido uno de ellos: salvarla de la esclavitud en México,
acompañarla a Londres... y finalmente presentarle al misterioso "tío
William", su personal contribución a la relación de ambos jóvenes,
destinados a vivir juntos pero extrañamente distantes.

* ¿Qué me dices, George? ¿Crees que ha llegado ya el momento de que
te tomes un descanso?

Las palabras de Albert, lo sacaron de sus reflexiones.

* Me temo, muchacho - contestó con ironía- que aunque ya eres un
hombre, sigues preocupándome. ¿Cómo podría dejarte solo? Estoy en
la flor de la vida y no consiento, mocoso, que me digas lo que he
de hacer. Cuando seas un asentado padre de familia y nos des un
heredero, veré si ha llegado el momento de tomarme unas vacaciones
indefinidas.

A George no se le escapó la expresión ausente de Albert, que volvió a
enfrascarse en la lectura. Estaba decidido a arriesgarse a encender su
enfado si así podía ayudarle. Desde que el joven había llegado a
Lakewood apenas habían hablado. Había preferido dejarle unos días en
soledad para que rumiara su pena, sin embargo consideraba que ya había
llegado el momento de sacarle de su apatía. Le entristecía
profundamente verlo en ese lamentable estado.

* No me digas que aún no le has echado el ojo a una de esas
encantadoras muchachas casaderas que te acechan en Chicago.

El joven exhibió una expresión particularmente feroz y George fingió
sonreír divertido. Así que se trata de eso, pensó. Una cuestión
amorosa.

* Y bien, ¿quién es ella? - inquirió. Pero su pregunta sólo
desembocó en un silencio pertinaz por parte de su interlocutor -.
No hace falta que me respondas, Albert. Tu reserva es aún más
elocuente que cualquier respuesta. Desde el principio sospeché que
tu relación con Candy sólo podía terminar en catástrofe.

Sus palabras tuvieron el efecto deseado y el joven abandonó su fingida
indiferencia.

* Ya que sabes más que yo de mi vida amorosa, George, no sé qué
sentido tiene seguir hablando de este tema.

Por lo menos he conseguido que empiece a implicarse y descargue su
frustración, pensó George. Se incorporó y por un momento guardó
silencio. Podía percibir, con la claridad de la experiencia que da
conocer a una persona, que Albert se sentía gravemente herido y, algo
más importante, era inmensamente infeliz. Siempre había demostrado ser
un joven generoso, quizá demasiado, excesivamente consciente de los
sentimientos de los demás. Estaba acostumbrado a lidiar solo con las
cargas ajenas, hasta el punto de olvidar sus propias necesidades.
Tenía que actuar con tacto si no deseaba herirle aún más de lo que ya
estaba.

* Intuyo que le has revelado tus sentimientos y la joven te ha
rechazado. ¿Me equivoco?

El joven asintió con un gesto. Nunca le había resultado fácil hablar
de sus sentimientos con nadie. Ni siquiera con George.

* Y yo te pregunto - continuó aquél -. ¿Se acaba el mundo por ello?
Si Candy no es capaz de decir adiós a su pasado, no merece la pena
que sigas luchando por conquistar su afecto.

La sincera preocupación de su amigo, hizo que Albert abandonara su
mutismo.

* Llevo más tiempo enamorado de ella del que puedo recordar, George.
Me ha envenenado la sangre. ¿Cómo voy a olvidarla? Tenía la
esperanza de que una vez en Chicago, viviendo juntos, tras el
matrimonio de Grandchester, ella llegaría a corresponderme. Pero
me he dado cuenta de que estaba equivocado. Hace tres días abrí un
abismo insalvable entre nosotros. Sabía que sólo me veía como a un
hermano mayor y siempre traté de ocultarle la intensidad creciente
de mis sentimientos; sin embargo la otra noche... No sé, George.
Me sentí poseído de un ansia que nubló mis sentidos, quebrando mi
autocontrol... La besé. Deberías haber visto su rostro: miedo,
incomprensión, quizá hasta cierta repugnancia. Me sentí el más vil
de los hombres. Mis pensamientos me parecieron del todo punto
inaceptables y pecaminosos. Huí, George, huí de ella intentando
calmar mi conciencia, asqueado de la imagen de mí mismo que ella
me devolvía, horrorizado de mi comportamiento. Me refugié aquí
porque no me sentía capaz de enfrentar su mirada una vez más. Soy
un cobarde, George. Nunca, hasta ahora, le había dado motivos para
tener que avergonzarse de nuestra relación y, ahora, no puedo
perdonarme por lo sucedido.

El hombre se acercó al joven por la espalda. Su amargura despertó
recuerdos olvidados en su memoria. Apoyó las manos sobre sus hombros
mientras sus ojos se cerraban en una particular evocación de su
pasado. Albert percibió la peculiar tensión de sus dedos y supo que
estaba a punto de escuchar una confesión de su parte. George siempre
había sido reservado e introvertido, poco amante al igual que él de
compartir sus sentimientos.

* Quizá pueda contarte algo que te ayude a superar tu dolor... Y tú
te preguntarás por qué me animo a darte consejos cuando mi vida
parece tan vacía, cuando nunca me he casado ni compartido mi vida
con ninguna mujer...

El joven hizo un amago de protestar, pero George lo interrumpió con
delicadeza.

* Déjame seguir, por favor, Albert. Lo que voy a decir no me resulta
fácil, especialmente tratándose de tí.

El hombre tomó aliento, en un intento de darse valor. Sus mandíbulas
se atirantaron a la par que un extraño cosquilleo se asentaba en la
base de su estómago.

* ... Cuando tu padre me acogió, yo era un vagabundo, un pilluelo
huérfano y sin hogar que malvivía robando. Sin medios económicos,
sin educación, no llegué a conocer a mis padres; la única vida que
conocía era la de las calles, y la del chamizo de mi tío, un lugar
infecto donde los malos tratos y los abusos eran moneda corriente.
Agradezco a Dios que aquella tarde de junio escogiera a tu padre
como víctima, y más aún que él se apiadara de mí y me trajera a
Estados Unidos, decidido a reformarme... Parece que todos los
Andrew estáis destinados a acoger bajo vuestra protección a los
más desfavorecidos...

Su voz murió momentáneamente y una sonrisa curvó sus bellos y carnosos
labios, que ya no aparecían ensombrecidos por la presencia de su
antiguo bigote.

* Cuando llegué a Chicago, todo me parecía fascinante, moderno,
maravilloso. Era como estar viviendo un sueño... pero, por
supuesto, estaba decidido a no contárselo a tu padre. Era
demasiado orgulloso y maleducado como para darle las gracias,
prefería aparecer ante él como una víctima malencarada ya que, de
otro modo, no hubiera podido contener las lágrimas... No obstante,
no estaba preparado para el mayor de los regalos que me aguardaba
en mi nueva vida.

George tragó saliva en un intento por darse fuerzas. Tenía la boca
reseca y el corazón latía veloz en su pecho.

* El día en que la conocí, toda mi existencia cambió. Yo tenía diez
años, ella sólo seis, pero era la niña más bonita, más dulce y
encantadora que había conocido nunca. Era como un ángel encarnado.
Nada más verla, supe que deseaba convertirme en un hombre capaz de
ganar su afecto, en alguien que estuviera a la altura de sus
sueños, que la protegiera, que la hiciera sonreír. Desde entonces,
mejorar ante sus ojos, lograr despertar en ella el mismo afecto
que ella había provocado en mí, se convirtió en mi mayor
aspiración... Si había estado convencido de ello siendo un niño, a
medida que ambos crecíamos nació en mí la certeza de que ella era
la mujer de mi vida. Pauna se convirtió en mi pasión, y mi amor
por ella, con el paso de los años, sólo pudo seguir madurando.

Albert permaneció silencioso e inexpresivo bajo la atenta mirada del
hombre, cuyos puños se cerraron en un rictus de amargura.

* Nunca supe si ella me correspondía Sé que me tenía afecto, que me
quería como a un hermano mayor. Me cuidaba, bromeaba conmigo,
compartíamos diversiones... Sin embargo, nunca me atreví a
confesarle mis verdaderos sentimientos. Cuando naciste tú, ella
tenía sólo trece años y yo diecisiete. Eramos demasiado jóvenes
para afrontar esa responsabilidad en la ausencia de tu padre.
Luego murió la dama Beatrice, una mujer admirable y afectuosa, lo
cual acabó por dejarnos en la más completa desolación. Pauna
siempre había tenido una salud frágil, y aquello agravó su estado.
Hannah se ocupó de vosotros mientras yo estudiaba en Harvard, tal
como había dispuesto tu padre. La ilusión por convertirme en un
hombre de provecho, bien educado, alejado de la miseria de mi
infancia, digno de Pauna, seguía ardiendo en mi corazón, por lo
que me apliqué a mis estudios con toda la fuerza de mi ser.
Desgraciadamente, en ese período ella conoció a Robert Brown, un
joven heredero de una flota de armadores, y ambos se enamoraron.
Ella apenas había cumplido los dieciocho años y él tenía veintidós
cuando contrajeron matrimonio. Me mantuve en un discreto segundo
plano, sufriendo en silencio mi dolor. Me convencí a mí mismo de
que me bastaba con estar a su lado, con ser un hermano para
ella... pero viví un infierno, Albert. Sobre todo porque Robert
estaba continuamente viajando y ella languidecía suspirando por su
retorno cada noche. Yo seguía viviendo en la mansión de Chicago,
aunque ella se había mudado al hogar de Robert, a unas manzanas de
distancia. Imaginarla allí sola, me llenaba de tristeza. A veces
venía con vosotros, tan pequeños, a visitarme, y yo casi podía
imaginar que nada había cambiado entre nosotros, que ella era aún
libre, que mi amor tenía esperanzas. Recuerdo que en ocasiones la
ví mirarme de una manera especial, como si adivinara lo que había
guardado en mi corazón...

George se separó del joven, mientras su voz enronquecía y su mirada se
perdía en la distancia.

* Cuando ella murió, la luz desapareció de mi vida y mi alma quedó
sepultada junto a la suya. Acababa de cumplir treinta años, ella
tan sólo tenía veintiséis. Llevaba media vida adorándola en
silencio, y ella había desaparecido para siempre.

Amargas lágrimas pugnaban por derramarse de sus ojos, pero con un
supremo esfuerzo de su voluntad, George consiguió dominarlas.

* ... Te entiendo, Albert - prosiguió -, mejor de lo que quisiera.
Al menos, tú te has atrevido a manifestar tus sentimientos a
Candy. Yo siempre viviré con la duda. Si estos años me han
enseñado algo es que la vida sigue, pese a todo. Y que los
corazones cicatrizan incluso de las más mortales heridas. El mundo
está lleno de excelentes mujeres capaces de amar con toda la
intensidad de su corazón. No puedes, no debes vivir atado al
pasado. Has de darte la oportunidad de ser feliz. Y te juro,
muchacho, que no eres el único. Yo también lo intento. Lo intento.
Con todas mis fuerzas.

En el silencio que siguió, ninguno de ellos habló, concentrados cada
uno en sus pensamientos.

* George - dijo finalmente Albert-. Habría sido un honor para mí que
te convirtieras en mi cuñado. No podría pensar en otro hombre
mejor.

Aquél no pudo evitar sonreír, sus ojos colmados de afecto.

* Hazme caso, muchacho. Olvida a Candy. No tiene sentido que sigas
amargándote por un amor sin esperanzas.

Albert abandonó el asiento, incorporándose. Dirigió su mirada hacia la
ventana y se fijó en que había dejado de llover. Los primeros rayos de
sol empezaban a atravesar tímidos las obscuras nubes, que empezaban a
disiparse.

* ¿Has visto, George? ¡Qué día tan magnífico tenemos, pese a todo!
Dicen que tras el más duro de los inviernos siempre llega una
plácida primavera, y es cierto.

George se acercó al joven y contempló el maravilloso despliegue de luz
en los jardines. Todas las plantas parecían haber revivido y sus
bellos colores refulgían brillantes en la claridad de la mañana.

* ¿Has decidido ya cuando regresarás a Chicago? - preguntó a Albert.

El joven se desperezó con desenfado.

* Pienso permanecer en Lakewood una semana más. He de terminar los
preparativos del viaje y hacer las reservas de mi pasaje a Nueva
York en el Lady Louisa.

George se giró hacia él, mirándolo directamente.

* Entonces ¿cuándo deseas que viaje a Chicago para informar a Candy
de las últimas disposiciones que has tomado con respecto a
Lakewood?

Albert enarcó ligeramente una ceja.

* Te agradecería enormemente, querido amigo, que fueras cuanto
antes. Cuando hayamos solucionado ese asunto, nada más me retendrá
en Chicago...

El hombre apretó ligeramente el brazo del joven manifestándole su
apoyo, antes de abandonar el cuarto. Una vez solo, Albert volvió a
ocupar su asiento, intentando enfrascarse en la lectura de los
volúmenes que aparecían desperdigados a su alrededor. Tras conversar
con George sentía que había liberado su corazón de una carga que le
había resultado infinitamente pesada. Gracias a él había terminado de
convencerse de que no tenía sentido seguir suspirando por un amor
imposible, por una mujer que sólo abrigaba sentimientos fraternales
hacia él, y quien, aún en el caso de empezar a amarle, siempre estaría
obsesionada por un amor perdido en la adolescencia. ¡Se había
esforzado tanto por hacerle olvidar el pasado, por que abriera su alma
a la vida, al futuro que tan prometedoramente se abría ante sus
ojos...! Pero ya no tenían sentido los reproches. Ni hacia ella ni
hacia él mismo. Tenía que darse la oportunidad de comenzar de nuevo,
de ser feliz, de empezar una nueva vida en la que nada le anclara al
ayer.

Estaba seguro de que podría vencer la nostalgia. Confiaba en sus
propias fuerzas para hacer frente al dolor. Ya había comenzado a
dominarlo y sabía que con el tiempo, desaparecería... para siempre.
Por primera vez en muchos años era capaz de figurarse un nuevo
horizonte sin la presencia de Candy.