InuYasha Fan Fiction ❯ Cuentos de Amores tras Vitrales ❯ Chapter 1

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Disclaimer: Los personajes de Inuyasha pertenecen a Rumiko Takahashi y demás asociados.


Cuentos de Amores tras Vitrales.
By IshtarMoon


Fuera de la alcoba a media luz la lluvia caía estrepitosamente sobre el mármol blanco de la terraza. Un destello de relámpago hirioì la habitación iluminando el rostro extinguido de una mujer sumergida en un sueño inconsciente entre almohadones de pluma para luego desvanecerse tras las cortinas semiabiertas del cuarto. Una brisa húmeda se escabulloì por la hendija de la puerta de vitrales que daba a la terraza zozobrando las llamas de las pocas velas que alumbraban la habitación.
Kagura se acobijoì bajo la manta tejida que la resguardaba de la humedad mientras vigilaba a la enferma desde un sillón de piel opuesto a la cama. Engullida en un colchón firme, rodeada de la habitación que ocupoì desde el día en el que nació, Yuki Morikawa se desvanecía tras sufrir una larga enfermedad.
Kagura repasoì el cuarto en el receso de su memoria. Era rectangular, mediano, dominado por la cama doble de ébano con columnas torneadas y cortinas de encaje perlado para privacidad. Al lado izquierdo quedaba la puerta de vitrales que daba a la terraza techando un jardín exterior de lirios. Del lado derecho, tenia el tocador con un espejo de luna enmarcado por un borde de ébano tallado con relieves de lirios nacarados. Sobre el tocador, ordenados por tamaño, la enferma tenía una caja de talco de olor con la estampilla del perfil de una mujer. A su lado, había un estuche de maquillaje importado, en forma de concha y que tocaba música cuando lo abrías, una botella de perfume con atomizador le seguía, rematado por el jarrón de cristal lleno de lirios cortados esa mañana.
A la derecha de Kagura, entre sillones gemelos, estaba el librero cargado de muñecas de porcelana cuidadosamente peinadas, y apoderándose de una esquina como si al abrirlo encontraras el camino a otro mundo, estaba el armario tallado en lirios nacarados donde la enferma guardaba su ropa.
Una habitación infantil para una mujer que nunca crecioì.
La brisa le caloì las piernas y Kagura se levantoì de mala gana caminando con pasos silencioso hacia las puertas de la terraza. Cerroì la misma, trayéndola hacia ella con algo de fuerza; luego tomoì las cortinas gruesas dispuesta a mantener el calor dentro. La lluvia no parecía cesar y entre los cristales de colores podía ver una noche tormentosa y sentir el vibrar de las descargas eléctricas. Por un momento se preguntoì si el jardín sobreviviría, pero mirando sobre su hombro abandonoì la idea.
« Mejor así, de todas formas cuando ella se vaya nadie cuidara de el»
Plegoì las cortinas juntas sumiendo la alcoba en la penumbra de las velas aromáticas regadas en cada esquina para apaciguar el fuerte olor a medicamentos que emanaba de la cama.
“Kagura.” La llamoì la enferma y su voz le parecioì el aleteo cansado de un pájaro. La mujer se acercoì a la cama, sentándose en un pellizco del colchón.
“Aquí estoy, señora Yuki.” Le dijo en voz baja. La uìltima descendiente del clan de los Morikawa yacía entre sabanas blancas; Yuki siempre fue un soplo de mujer, pero Kagura sentía lastima por ella y de cómo esa enfermedad la consumía lentamente. No era una mujer hermosa, pero llamaba la atención por su larga cabellera rubia casi plateada que ahora no era más que pelusas blanquecinas que apenas disimulaban una calvicie. Tenía la piel cenicienta, con los ojos hundidos en las cavidades y pardos por las tantas noches de insomnio. Sus labios eran finos, como si hubiesen sido plisados por una espátula, y su nariz pequeña y fina como dibujada a lápiz se entreabría en espasmos ahogados.
“Kagura.” La volvioì a llamar, buscándola con unos ojos negros empañados de fiebre. Kagura la vioì tantear en busca de su mano con la suya y le facilitoì la tarea tomando la iniciativa. Era una mano blanda que le daba escalofríos.
“Siento que me voy…” Dijo en su voz apagada. Sus labios temblaron con una pregunta que no pudo emerger. Apretoì la mano de Kagura y eìsta asintioì.
“No tardo, solo espera un poco mas.” Yuki cerroì los parpados aliviada. Kagura se levantoì de la cama y salioì de la habitacioìn. La estela de luz que se coloì por la puerta iluminoì el rostro de la enferma y por el breve instante en el que estuvo abierta parecioì devolverle algo de color, antes de que se encogiera tras la figura esbelta de Kagura una vez que eìsta cerroì la puerta tras de si.
La luz del pasillo le hirioì la cornea obligándola a cubrirse el rostro con el antebrazo hasta que sus pupilas se adaptaron al cambio. Kagura retomoì la marcha presurosa hacia la sala de descanso al final del pasillo del segundo piso donde estaban los dormitorios. Luego tornoì a la derecha bajando la escalera de mármol hacia la antesala.
Bajo la mirada reprochante de los ancestros pintados en acrílico que adornaban las paredes, Kagura dobloì a la izquierda abriendo unas puertas de cristal que daban a un jardín interior. De soslayoì atisboì la sala del piano con su enorme candelabro de araña y su majestuoso piano de cola que nadie en la casa sabía tocar. Continuoì su marcha, resguardándose de la lluvia que le salpicaba el vestido hasta alcanzar las puertas de madera gruesa que daban al despacho del amo de la casa y esposo de la señora Mirokawa.
Raspoì los nudillos contra la madera emitiendo un eco dentro de la habitación y sin esperar por el consentimiento del amo empujoì la misma con la palma de las manos y se aventuroì en el despacho.
El estruendo de un rayo anuncioì su entrada. Kagura se detuvo por un momento buscando al amo con la mirada hasta que lo encontroì bebiendo vino de una copa junto a la ventana. Dioì un par de pasos dentro, notando de un vistazo sesgado la presencia del hermano menor del señor de la casa, quien la saludoì con un pequeño gesto de la cabeza desde el sillón de piel donde bebía su copa. Kagura se dirigió al hombre en la ventana: “Es hora. La señora Yuki lo solicita en su alcoba.”
El amo bebioì el último sorbo de su copa ignorando la presencia de Kagura. Un rasgazo del cielo ensombrecioì su rostro agudo dibujándole una aureola demoníaca. Despacio, dejoì la copa sobre la bandeja plateada que yacía sobre el gabinete de bebidas y se encaminoì hacia el escritorio donde tenia un par de libros y documentos sin firmar. Certero, abrioì una de las gavetas y sacoì una sortija de oro sencilla que colocoì en su dedo anular con cierto aire analítico. Tras cerrar la gaveta con mas fuerza de la necesaria, se encaminoì hacia la puerta a largos pasos. Kagura pisándole los talones.
El hermano menor se incorporoì del silloìn, dejando la copa sobre el escritorio.
“¿Quieres que espere hasta que suceda?” Interceptoì a su hermano antes de que este saliera.
“No.” Respondioì este y continuoì su marcha. Kagura se volteoì brevemente. El hermano menor enfundaba sus brazos en una capa impermeable que había sobre el sillón opuesto y al verla mirando le sonrioì. Kagura retornoì sus pasos.
Solo lo escuchoì marcharse con su leve cojera en sentido contrario a ellos en dirección a la puerta de servicio que conducía al los establos.
“¿En queì condiciones se encuentra?” Le preguntoì el amo mientras subían las escaleras.
“A un suspiro de la muerte.” Contestoì Kagura retardando sus pasos para no adelantarse o equilibrar la marcha.
Pronto llegaron frente a la puerta de ébano tallado que conducía a la habitación y la cual el amo abrioì lentamente como quien pilla a una audiencia desapercibida tras los telones de un teatro.
Solo el silbido nasal que emitía la enferma al respirar les corroboroì que Yuki no había muerto.
El amo entroì al cuarto y Kagura le siguió, pero se vioì detenida por unos dedos elegantes en su pecho. Levantoì la vista del anillo de compromiso a la barbilla pronunciada, maìs allá de la sonrisa lasciva hasta llegar a los ojos negros del señor de la casa.
“Espera por Muso.” Dijo este trazando el valle entre los senos de la mujer con la punta de los dedos, subiendo el contorno de su esbelto cuello hasta levantarle el mentón. Kagura apartoì la mano de un palmetazo. El amo sonrioì divertido entrando de espaldas al cuarto, tomando las manijas de ambas puertas: “Ahora, si me permite…” Dijo y las cerroì de un bostezo.
Kagura dio la media vuelta en dirección a la escalera. “Que comience la función.” Anuncioì por lo bajo mientras que sus tacones repicaban contra el suelo como ecos de tambores de circo.

***

Yuki sintioì la presencia de su esposo posarse levemente a su lado. Sumando fuerzas que apenas tenia, entreabrió los ojos y le regaloì una sonrisa apagada.
“Naraku, mi vida.”
“Ssh, no agotes tus energías querida.” Comentoì eìl, sosegando los intentos de Yuki por incorporarse con un rozo delicado sobre sus hombros. Ella se dejoì caer sobre las almohadas, mirándolo enamorada. Con cierto desgaste levantoì el antebrazo y cubrioì la mano que le acariciaba la mejilla con la suya, trayéndola hacia ella y besando los nudillos donde pudo sentir el metal de su anillo.
Sus labios resecos le rasparon la piel. Naraku sonrioì beaticamente, acariciando los mechones de pelo demacrado.
“Mi vida, tan solo tengo fuerzas para decirte mis uìltimas palabras.” Susurroì en una voz de hilo. Naraku acoploì un par de almohadas a su espalda para hacerle mas fácil la respiración. Yuki tomoì aire y su pecho menudo se hundioì en un hueco cavernoso. Naraku tomoì sus manos blandas en las suyas diligentemente sonriéndole cuando ella le sonrioì agradecida. La luz de las velas no le favorecían del todo, y las sombras de los doseles enmarcaban la languidez de su rostro, y lo agudo de sus facciones. Yuki era tan fea como cuando la conocioì siete años atrás en la recepción de un hospital de la capital.
“Le agradezco tanto a Dios el haberte puesto en mi vida. Si no fuera por ti, jamás hubiese conocido lo que es felicidad.”
Naraku le besoì la frente.
“Siempre fuiste una mujer fácil de complacer. Yo también estoy feliz de haberte conocido.” Ella sonrioì con la ingenuidad de una chiquilla.
“Te agradezco tanto que me hayas liberado del cautiverio al que estaba sometida durante todos esos años en los que cuidaba a mi padre paralítico.”
“Era mi obligación abrirte los ojos al engaño de tu familia.” Ella cerroì los ojos extasiada. Todavía podía recordar la mañana en la que conocioì a Naraku. Toda su vida había vivido dentro de las paredes de un sanatorio donde cuidaba de su padre desde que tenía los trece años por ser la única hija que el señor Mirokawa tuvo. Fue idea del hermano de su madre, de esa manera, mientras Yuki cuidaba del patriarca de los Mirokawa, toda la fortuna quedoì en sus manos. Muy pronto los Mirokawa se quedaron sin su patrimonio, y si no fuera por la pequeña manutención que le tocaba a Yuki y que era suficiente para pagar sus gastos en el sanatorio, hubiesen terminado junto a su tio en la calle.
Naraku no solo la liberoì de ese falso compromiso paternal hacia un hombre a quien la impotencia le había amargado el carácter, sino que además se ofrecioì a pagarle todas las deudas al tio a cambio de la mano de Yuki en matrimonio.
Yuki fue arrancada de su niñez y lanzada a una labor engorrosa. No solo su mentalidad se vio afectada, sino que su cuerpo se congeloì entre la fase de pubertad, no siendo una niña, pero tampoco traspasando el umbral para convertirse en una mujer. Delgada, pálida, torpe, ensoñadora, jamás llamoì la atención de los doctores ni de los estudiantes que visitaban el sanatorio. Entonces conocioì a Naraku, y su corazón de chiquilla se desbocoì desaforadamente hacia eìl. No solo le enseñoì para que servia su cuerpo en las noches, sino que también le permitió mantener a sus muñecas, la mimaba con paseos por la ciudad que su padre le prohibioì ver y hasta ordenoì sembrar el jardín de lirios que se veía desde la terraza de su cuarto. Le dolía tanto tener que abandonarlo.
“Lo único que lamento es no haberte dado un heredero como es mi deber.”Dijo llorosa, arraigándose a la camisa de algodón blanco que usaba su esposo. Eìl la sostuvo por un momento contra su pecho, apoyando la barbilla sobre la cabeza de la mujer y mirando la enorme cruz de madera perpendicular a la cabecera de la cama. Sonrioì y le besoì la sien a Yuki.
“Yo en cambio, no lamento nada.”
Yuki vibroì contra su pecho. Aquella frase significaba tanto para ella. Había estado tan preocupada por el hecho de que no había sido capaz de darle hijos que enfermoì del desosiego. Eìl la amaba a pesar de su incapacidad como esposa. Eìl la amaba y no lamentaba el hecho de que ella no era gran cosa. Pidió con todas las fuerzas de su alma reponerse. Pidió con tanto fervor que le clavoì las uñas mordidas en los brazos a su amado. Con tanta pasión rezoì que sintió un poder extraordinario levantar su espíritu de la cama donde había estado postrada. Se pintaría para eìl, se pondría vestidos hermosos para eìl, organizaría una fiesta por si sola para eìl. Regalaría sus muñecas si eso le incomodaba. Esta vez, con el ímpetu de un corazón enamorado impulsaría su recuperación. Se arrodilloì en la cama sorprendiendo a su esposo, aun sin dejarlo escapar de su abrazo.
“Amor mío no quiero morir.”
“Es algo que nos pasa a todos.” Murmuroì eìste alarmado.
“No voy a morir y dejarte abandonado. No quiero morir.”
“Yuki.” Dijo Naraku zafándo los brazos huesudos de su cuello y acostándola sobre la cama.
“Amor mio, no tienes que temer, no me marchareì, te prometo que no lo hareì” Y estiroì los brazos hacia eìl como una niña en busca del apoyo de su padre, sonriendo. Naraku se mordioì el labio molesto, sobre la mesita de noche, junto con otra muñeca estaba la dichosa medicina que Kagura tenia que administrarle a Yuki cada hora. «Maldita sea»
Se inclinoì sobre ella besándole los labios. Estiroì la mano y agarroì una de las almohadas: “No te preocupes por mi y duerme mi pequeña Yuki.” La mujer abrioì los ojos azorada cuando Naraku le tapoì la cara con la almohada sosteniéndola firmemente con su cuerpo.
“Duerme.” Susurroì el hombre mientras Yuki convulsionaba como un pez sin agua. Besoì la corona de cabellos mientras domaba cada salto encabritado que la mujer asestaba con su cuerpo hasta que Yuki se desmoronoì sobre la cama y las saìbanas se humedecieron con orine.
Naraku retiroì la almohada, acomodándola tiernamente bajo la cabeza de la mujer. Yuki le miraba con ojos llenos de dolor. Suavemente cerroì los parpados de la mujer y le acomodoì el cabello de forma tal que no hubiesen señales de un forcejeo. Le besoì la frente murmurando un duerme contra la piel. Luego se levantoì de la cama, recogioì el pomo de las sales medicinales que Yuki tomaba y las guardoì detrás de una de las muñecas del librero.
De pie, bajo la sombra que emitía la cruz de la pared, rodeado del aroma de velas y con la lluvia golpeando una sinfonía, Naraku presionoì el puente de su nariz entre el índice y el pulgar y lloroì.

***

El reloj de pared marcaba las tres de la mañana cuando el sacerdote escuchoì bandazos sobre la puerta trasera de la sacristía. Se levantoì de su colchón medio aturdido y tanteando la superficie de una mesita donde había dejado sus espejuelos. Abrioì la puerta de su celda, cubriéndose los hombros milenarios con una manta oscura, uno de los muchachos que dormía en las celdas próximas le iluminoì el paso con un candelabro. Entre el ruido de la lluvia aun se escuchaban los bandazos en la puerta.
“¿Quién será a estas horas?” Preguntoì el muchacho. El sacerdote se encogió de hombros y se encaminoì hacia la puerta. Abrioì una portezuela que servia de mirilla, escudriñando la figura envuelta en la noche.
“¡Quien toca la puerta de la casa de Dios!”
“Padre, mi nombre es Muso Oni, soy hermano del señor Morikawa.” Rápidamente el sacerdote deshizo las cerraduras y abrioì la puerta dejando entrar una oleada de agua y a un hombre envuelto en una capa.
“Siento mojarle el piso de esta manera, pero llueve a caìntaros allá afuera.”
“No tenga cuidado.” Murmuroì el sacerdote. “Por su presencia aquí y a estas horas tengo que esperar lo peor.”
“Siento ser el mensajero de las malas noticias.” Se disculpoì Muso inclinando la cabeza en una reverencia. El sacerdote se llevo una mano nerviosa al pecho. Bajo la luz del candelabro su rostro se tornaba grisáceo.
“Es la voluntad del Señor…”Dijo para si. Luego se volteoì hacia el pasillo que conducía a su celda. “Espere un minuto que no tardo, tan solo…tan solo un minuto…” Pero no elaboroì mas y desapercioì dentro de las sombras del pasillo dejando a Muso en compañía del novicio.
Trastabillando en la oscuridad, el sacerdote entroì a su celda donde tenia ropas mas adecuadas para salir en una noche como esa. Enfundoì sus piernas en un par de botas desgastadas, tiroì una gabardina marrona sobre sus hombros y tomoì la Biblia sentada sobre la mesita.
Una vez en el pasillo se dispuso a seguir la luz del candelabro cuando le vino una idea. Vaciloì por un momento antes de caminar en sentido contrario hacia la oficina de la parroquia donde guardaba tomos teológicos invaluables y un estuche que la señora Morikawa le había encargado entregar a su esposo cuando le llegara la hora de reunirse con el Padre.
Sacoì la caja forrada de piel dentro de una de las gavetas de su escritorio y la guardoì dentro de su camisa para resguardarla de la lluvia. Tenía una idea de la voluntad de la difunta y pese a que no era su decisión quería medir al hombre que recibiría tal beneficio antes de entregárselo.
Muso le vioì emerger de las sombras con un sombrero en la mano y una mirada de águila en los ojos. Se volteo hacia la puerta, esquivando los ojos del sacerdote.
“Probablemente me quede en la casa de los Morikawa hasta que escampe, en cuanto veas el alba toca las campanas por el alma de la señora Morikawa y prepara una misa.”
El novicio asintioì viéndolo partir bajo la lluvia y montarse en un coche que esperaba en la calle.

***

Kagura dormitaba en una silla de la cocina, apoyando la cabeza en la palma de la mano. Así fue como la encontroì Muso cuando entroì seguido del sacerdote y el medico tras dejar a los caballos en el establo a cargo de los sirvientes.
Se veia agotada, pero despertoì inmediatamente al sentir pisadas en la cocina. Se levantoì de la silla acomodando su ropa y peinando los flequillos de su pelo tras la oreja. Muso sonrioì para si. ¿Cuándo fue la uìltima vez que la vio con las defensas bajas?
“¿Alguna novedad?” Le preguntoì.
“La ultima vez que la vi me pidió que llamara a su esposo. Me quedeì aquí esperando por tu regreso.” Muso asintioì, mientras que el medico y el sacerdote se deshacían de las capas encharcadas. Kagura se dirigió a ellos.
“Yo les guiareì el camino.” Tomando un candelabro sobre la meseta precedioì la marcha a través del comedor, por la antesala, subiendo las escaleras hasta llegar a la habitación. Escucharon un llanto acongojado que provenía de la alcoba. Kagura abrió las puertas y los dejoì pasar. Yuki parecía un espectro de luz, mientras que la sombra de su esposo lloraba a su lado, sujetando una mano inerte. Kagura puso el candelabro en la mesita de noche y tomoì la muñeca preferida de Yuki para evitar que el humo de las velas le chamuscara el rostro. Inconscientemente le acariciaba el pelo mientras que el doctor se arrodillaba ante la enferma y le tomaba el pulso.
Su piel ya estaba fría. Solo le vastoì al sacerdote escucharlo exhalar un suspiro apenado para abrir la Biblia y recitar unos Salmos.
Naraku se levantoì del suelo y caminoì hacia la puerta de vitrales donde Kagura permanecía inerte mirando la escena. Apoyoì la frente contra el cristal, encorvando sus hombros como quien carga una pena muy grande. Kagura continuoì acariciando la muñeca. Afuera la lluvia parecía cesar.
El medico se acercoì al viudo. Llevaba los años surcados en su piel orgullosamente.
“Lamento la perdida de su esposa. La señora Mirokawa padecía de pulmones débiles.” Naraku se volteo para verlo frente a frente. Sus cuarenta y nueve años apenas se asomaban. Tan solo un cayo de canas en las sienes delataba su edad.
“Sabia que este día llegaría y aun así, jamás creí que fuera tan pronto.”
“Es la voluntad del Señor.” Opinoì el sacerdote caminando hacia ellos, mientras que el doctor se marchaba de la habitación.
“Solo me queda el consuelo de que la volveré a ver en el cielo.” Kagura vioì al sacerdote fruncir el ceño, aparentemente en desacuerdo.
“Las campanas de la Iglesia de Los Fieles tocaran al despertar del alba por el alma de la señora Mirokawa. Viajare con el cuerpo hasta la ciudad si no le molesta.”
“En lo absoluto. Me encargareì de que la servidumbre la prepare para su entierro.” El sacerdote escudriñoì las laìgrimas en el rostro del hombre y asintioì.
“Esperareì en la cocina.” Declaroì y se marchoì de la habitación.
“Encargate de los pormenores.” Ordenoì Naraku mientras limpiaba su rostro con un pañuelo. Kagura le miroì levemente.
“¿Qué quieres que hagas con las pertenencias de la difunta?”
“Quemalas, regálalas, quédatelas. Has lo que quieras con ellas no me interesa.” Contestoì el amo de camino hacia la puerta. Kagura tiroì la muñeca sobre un sillón y se volteoì hacia la cortina dispuesta abrirlas para si tan siquiera dejar entrar un poco de aire fresco en la habitación ahora que la lluvia había cesado. Tras de ella escuchoì los pasos de las muchachas de servicio que se encargarían de lavar el cuerpo y vestirlo apropiadamente para el sepelio. Kagura maldijo entre dientes. Odiaba vestirse de negro.
A lo lejos, como un lamento de pájaros, escuchoì el repicar de campanas de la Iglesia de los Fieles. Todo aquel que fuese de linaje en Las Cuatro Almas asistiría al velorio de la última descendiente de una de las familias fundadoras de la ciudad.
Más allaì del río que circundaba Las Cuatro Almas, una locomotora arrastraba vagones de pasajeros dejando un rastro de humo a su paso. En uno de ellos venia un hombre, que alentado por una carta se dirigía a Las Cuatro Almas en busca de refugio.



A.N: Aquí les presento mi nuevo pet. Es una idea que ha estado rondando en mi cabeza por un buen tiempo y que finalmente ha despertado de su hibernación para el disfrute de ustedes. Universo Alterno, ubicado a mediados del siglo diecinueve, en un ambiente católico. Si como yo, crees que las historias de época hacen los mejores romances pues bienvenidos, y si no, solo permíteme convencerte. Como siempre comentarios son apreciados con besos electrónicos. Lol.
Disfruten.