InuYasha Fan Fiction ❯ Cuentos de Amores tras Vitrales ❯ Chapter 2
[ T - Teen: Not suitable for readers under 13 ]
Disclaimer: Los personajes de Inuyasha pertenecen a Rumiko Takahashi y demás asociados.
Cuentos de Amores tras Vitrales.
By IshtarMoon
Siente el beso frío de la verja en la palma de su mano antes que esta ceda bajo el impulso de su muñeca. Una brisa gris acarrea hojas secas que escoltan sus pasos apagados hacia la puerta abierta del monasterio.
Mira a ambos lados, y con los ojos de la mente recrea el tronco del viejo álamo rodeado de trepadoras y bancas de piedra a su derecha. Al otro lado solo ve espacio vacío y una pared que parece oprimir su vista.
Continúa su marcha y se siente espesa, dificultosa. Pone un pie en el peldaño de la escalera que conduce al edificio y un Cristo tallado en madera le obstruye el paso. Quiere decirle algo, o mas bien lo dice en una mueca de una boca inhumana, pero no lo entiende y de un pestaño se encuentra en el medio de un jardín interno rodeado de paredes altas de piedra. Conoce el lugar, pero no puede ponerle nombre. Busca y encuentra la fuente morisca con sus azulejos de colores y el agua que brota del centro, rodeada de palmas enanas y techadas por un álamo encorvado. Ve el agua correr, pero no escucha su curso, siente la brisa en su piel y aun así no alcanza sus oídos. El mundo se mueve pero el esta sordo.
Frente a el hay un niño, y no le parece extraño el no haberlo visto al principio. Sabe que estaba allí, como el sonido que ahora no escucha y el nombre del lugar en la punta de su lengua.
El niño camina hacia el. Tiene ojos azabaches y viste uniforme azul, le dice algo pero el no logra escucharlo; las palmas enanas lo azotan con una ventolera que lo envuelve en un capullo sin sonido. El niño le indica que abra las manos y el lo hace, sorprendido al encontrar un pájaro de papel azul y ojos de perla entre la cuenca de sus manos. Su cola esta hecha de cintas de papel y su pico es un abrecartas dorado. El pájaro aletea en su mano en busca de refugio del viento que azota.
“¡Buscadla!” Le golpea la orden rasgando el capullo de silencio que lo había embalsamado.
“¡Buscadla!”Repite el niño y el sonido de su voz atraviesa su pecho. El pájaro revolotea asustado y le corta la mano.
Sangre se acumula en su puño, y pinta su rostro al intentar cubrirse los oídos del ruido infernal.
“¡BUSCADLA!” Dispara el niño y la fuerza lo empotra contra una columna. Dolor. Todo lo que siente es dolor que muerde su cuello como hormigas carnívoras y el silbido infernal que aturde sus sentidos…
Y despertó súbitamente. Le costo un segundo reconocer donde se encontraba y por que razón aun le silbaban los oídos. A su lado un hombre se levanto, abriéndose paso entre la fila de personas en el pasillo del tren.
“¡Terminal de Aguas Claras!” Escucho a su espalda y se pego en la frente por descuidado. ¿Por cuánto tiempo se había quedado dormido?
Se inclino sobre si mismo para tomar una maleta de piel debajo del asiento e intento sacarla, pero aun estaba medio dormido y el bramido de la locomotora no le ayudaba en nada. Maldiciendo por lo bajo tiro del asa de la maleta con mas fuerza de la necesaria y la rasgo cayendo de nariz contra el asiento opuesto.
A duras penas logro incorporarse, sintiendo como un hilillo de sangre caliente le surcaba el labio.
“Aquí tiene.” Le dijo un anciano de apariencia respetable con una sonrisa divertida en los labios ofreciéndole un pañuelo. Miroku tomo el pañuelo agradecido y se cubrió la nariz. Inmediatamente se mancho de sangre.
“Lo siento.” Trato de decir, pero salio un poco nasal y congestionado. El anciano sonrío de todas formas, y le dio unas palmaditas en el hombro.
“No se preocupe por el pañuelo y solo presione la nariz. ¿Es la primera vez que viaja en tren?” Le pregunto mientras tiraba del asa rota, sacando la maleta con facilidad.
No era la primera vez que Miroku viajaba en tren, pero si la primera vez que lo hacia en tercera clase. “Se podría decir que si.” Respondió.
“Ah, acostumbrado a primera clase. ¿No es cierto? Me lo imaginaba desde que lo vi abordar el tren en la estación de la capital.” Miroku reparo en su atuendo. Era lo más modesto que tenía: Una camisa blanca de seda, completamente arruinada por el hollín y la sangre, un chaleco de algodón gris, forrado en satín negro. A pesar de que era verano usaba una chaqueta prensada en negro con botones de ónice y el pantalón de juego, eso sin contar sus zapatos lustrosos.
“No muy sutil que digamos.” Corroboro comparando su vestuario con el del anciano.
“No lo digo por la ropa, sino por lo torpe que se veía cargando su maleta.” Susurro el anciano riéndose a carcajadas ante el rubor avergonzado del muchacho.
“Venga, que le ayudo.” Le dijo el hombre, pero Miroku se rehusó y tomando la maleta a horcajadas en el arco derecho de su brazo siguió al anciano mientras este se abría paso hacia la puerta de salida.
Respiro una bocanada de aire con sabor a lluvia y tuvo que sostenerse de la baranda del vagón de tren para no resbalar de la escalera. Le recibió un pequeño edificio de tejas rojizas con un cartel que declaraba en exagerada cursiva: Bienvenidos a Aguas Claras.
Lentamente descendió a la plataforma de piedra tratando de abarcarlo todo de un vistazo. Un enjambre de personas que salían y otras que abordaban el tren le rodeaban, mientras que otros vendían víveres y baratijas en tarimas improvisadas.
Miroku se lleno los pulmones de esa mezcla de aire con sabor a turrón de coco, tierra húmeda y campo y se aventuro hacia la salida de la terminal, donde el pequeño pueblo de Aguas Claras continuaba su ajetreo ajeno a el y a la misión encomendada.
Cuentos de Amores tras Vitrales.
By IshtarMoon
Siente el beso frío de la verja en la palma de su mano antes que esta ceda bajo el impulso de su muñeca. Una brisa gris acarrea hojas secas que escoltan sus pasos apagados hacia la puerta abierta del monasterio.
Mira a ambos lados, y con los ojos de la mente recrea el tronco del viejo álamo rodeado de trepadoras y bancas de piedra a su derecha. Al otro lado solo ve espacio vacío y una pared que parece oprimir su vista.
Continúa su marcha y se siente espesa, dificultosa. Pone un pie en el peldaño de la escalera que conduce al edificio y un Cristo tallado en madera le obstruye el paso. Quiere decirle algo, o mas bien lo dice en una mueca de una boca inhumana, pero no lo entiende y de un pestaño se encuentra en el medio de un jardín interno rodeado de paredes altas de piedra. Conoce el lugar, pero no puede ponerle nombre. Busca y encuentra la fuente morisca con sus azulejos de colores y el agua que brota del centro, rodeada de palmas enanas y techadas por un álamo encorvado. Ve el agua correr, pero no escucha su curso, siente la brisa en su piel y aun así no alcanza sus oídos. El mundo se mueve pero el esta sordo.
Frente a el hay un niño, y no le parece extraño el no haberlo visto al principio. Sabe que estaba allí, como el sonido que ahora no escucha y el nombre del lugar en la punta de su lengua.
El niño camina hacia el. Tiene ojos azabaches y viste uniforme azul, le dice algo pero el no logra escucharlo; las palmas enanas lo azotan con una ventolera que lo envuelve en un capullo sin sonido. El niño le indica que abra las manos y el lo hace, sorprendido al encontrar un pájaro de papel azul y ojos de perla entre la cuenca de sus manos. Su cola esta hecha de cintas de papel y su pico es un abrecartas dorado. El pájaro aletea en su mano en busca de refugio del viento que azota.
“¡Buscadla!” Le golpea la orden rasgando el capullo de silencio que lo había embalsamado.
“¡Buscadla!”Repite el niño y el sonido de su voz atraviesa su pecho. El pájaro revolotea asustado y le corta la mano.
Sangre se acumula en su puño, y pinta su rostro al intentar cubrirse los oídos del ruido infernal.
“¡BUSCADLA!” Dispara el niño y la fuerza lo empotra contra una columna. Dolor. Todo lo que siente es dolor que muerde su cuello como hormigas carnívoras y el silbido infernal que aturde sus sentidos…
Y despertó súbitamente. Le costo un segundo reconocer donde se encontraba y por que razón aun le silbaban los oídos. A su lado un hombre se levanto, abriéndose paso entre la fila de personas en el pasillo del tren.
“¡Terminal de Aguas Claras!” Escucho a su espalda y se pego en la frente por descuidado. ¿Por cuánto tiempo se había quedado dormido?
Se inclino sobre si mismo para tomar una maleta de piel debajo del asiento e intento sacarla, pero aun estaba medio dormido y el bramido de la locomotora no le ayudaba en nada. Maldiciendo por lo bajo tiro del asa de la maleta con mas fuerza de la necesaria y la rasgo cayendo de nariz contra el asiento opuesto.
A duras penas logro incorporarse, sintiendo como un hilillo de sangre caliente le surcaba el labio.
“Aquí tiene.” Le dijo un anciano de apariencia respetable con una sonrisa divertida en los labios ofreciéndole un pañuelo. Miroku tomo el pañuelo agradecido y se cubrió la nariz. Inmediatamente se mancho de sangre.
“Lo siento.” Trato de decir, pero salio un poco nasal y congestionado. El anciano sonrío de todas formas, y le dio unas palmaditas en el hombro.
“No se preocupe por el pañuelo y solo presione la nariz. ¿Es la primera vez que viaja en tren?” Le pregunto mientras tiraba del asa rota, sacando la maleta con facilidad.
No era la primera vez que Miroku viajaba en tren, pero si la primera vez que lo hacia en tercera clase. “Se podría decir que si.” Respondió.
“Ah, acostumbrado a primera clase. ¿No es cierto? Me lo imaginaba desde que lo vi abordar el tren en la estación de la capital.” Miroku reparo en su atuendo. Era lo más modesto que tenía: Una camisa blanca de seda, completamente arruinada por el hollín y la sangre, un chaleco de algodón gris, forrado en satín negro. A pesar de que era verano usaba una chaqueta prensada en negro con botones de ónice y el pantalón de juego, eso sin contar sus zapatos lustrosos.
“No muy sutil que digamos.” Corroboro comparando su vestuario con el del anciano.
“No lo digo por la ropa, sino por lo torpe que se veía cargando su maleta.” Susurro el anciano riéndose a carcajadas ante el rubor avergonzado del muchacho.
“Venga, que le ayudo.” Le dijo el hombre, pero Miroku se rehusó y tomando la maleta a horcajadas en el arco derecho de su brazo siguió al anciano mientras este se abría paso hacia la puerta de salida.
Respiro una bocanada de aire con sabor a lluvia y tuvo que sostenerse de la baranda del vagón de tren para no resbalar de la escalera. Le recibió un pequeño edificio de tejas rojizas con un cartel que declaraba en exagerada cursiva: Bienvenidos a Aguas Claras.
Lentamente descendió a la plataforma de piedra tratando de abarcarlo todo de un vistazo. Un enjambre de personas que salían y otras que abordaban el tren le rodeaban, mientras que otros vendían víveres y baratijas en tarimas improvisadas.
Miroku se lleno los pulmones de esa mezcla de aire con sabor a turrón de coco, tierra húmeda y campo y se aventuro hacia la salida de la terminal, donde el pequeño pueblo de Aguas Claras continuaba su ajetreo ajeno a el y a la misión encomendada.
<***>
Al despertar el alba, las campanas de la iglesia de los Fieles repicaron como anillos sobre agua por toda la ciudad. Muso fue enviado por Naraku de regreso a Las Cuatro Almas para ayudar en lo que fuera necesario con las preparaciones de la iglesia, pero su presencia fue innecesaria y se vio prácticamente echado fuera del templo por los novicios que diligentemente preparaban el altar para recibir a la difunta.
No era costumbre velar a los muertos en la iglesia. Usualmente se hacia en la comodidad de las casas donde familiares y amigos rezaban por el pronto ascenso del alma hacia las puertas del cielo; pero Yuki no era cualquier persona. Y su deceso merecía un velorio digno de una reina. Muso sonrió divertido, exhalando bocanadas de tabaco desde el peldaño de la escalera que conducía a la entrada de la iglesia.
Las Cuatro Almas es del tipo de ciudad que venera sus hijos; forasteros como el son obligados a mantenerse al margen.
Alrededor de las diez la plaza de los Fieles se fue llenando de carruajes y gente común. Poco a poco entraban por las puertas persignándose ante la imagen sagrada. Mujeres con velos negros cubriendo sus rostros, colgadas del brazo de hombres silenciosos.
Entre la muchedumbre, Muso reconoció el rostro joven del nuevo capitán de la base militar, y heredero de la familia Kutso, uno de los cuatro fundadores. Vestía el uniforme de gala y una expresión firme. De las cuatro familias, los Kutso eran la rama más pobre, pero ostentaba una gallarda herencia de adiestramiento militar. Bankotsu era un líder nato a pesar de ser el mas joven de los siete hermanos. Subió las escaleras a trote, seguido por sus hermanos sin siquiera voltear la vista hacia el hombre agazapado a un lado y fumando.
Muso predijo que el cargo se le subiría a la cabeza como el alcohol y las burlas solían hacerlo antes de que escalara de rango.
De un carruaje negro descendió el gobernador de la ciudad. Como todo miembro del clan Hakurei, el gobernador era un hombre de leyes, pacifico y con una reputación de incorruptible. Venia acompañado de su distinguida esposa y su hijo recién casado. Se comentaba que la nuera estaba embarazada, pero aun no se le notaba el chiquillo.
Los cuatro ascendieron las escaleras, dirigiéndole una mirada reprochadora a Muso quien la sacudió lejos de si y aun tuvo la indecencia de sonreírle picaramente a la esposa del joven heredero de los Hakurei. Ruborizada, la joven nuera se aferro a su esposo quien la resguardo en su pecho.
Aburrido, Muso se incorporo en sus pies sacudiéndose el pantalón. Levanto la vista hacia la plaza donde el repicar de cascos de caballos le llamaron la atención. Todo el que tenia que estar había llegado de antemano. Dos hombres desmontaron casi al unísono de un par de bestias blancas como la nieve. Muso sonrió ampliamente, completamente fascinado. Tiro el cabo del tabaco hacia un cantero de plantas y se dispuso a interceptar a los hombres.
“Con que se necesita un entierro para sacar a los Taisho de su mansión.” Comento por saludo. “Aunque e visto al menor en varias ocasiones por la parte mas divertida de la ciudad.”
Un chico delgado se apresuro a tomar la rienda de ambos caballos que el menor de los Taisho le entrego luego de peinarle la crin a ambos para calmarlos.
Las Cuatro Almas tenía sus peculiaridades, y entre ellas estaban los Taisho. De los cuatro fundadores ellos eran la familia mas acaudalada y la mas apartada. Seshoumaru Taisho e Inuyasha Taisho eran los únicos herederos del clan. Ambos compartían los rasgos exóticos de la familia: Cabellera rubia plateada, lacia como seda; Cejas aristocráticas acompañadas por rasgos casi femeninos que eran mas prominente en el hermano mayor; ojos ámbar fundidos que eran mas feroces en el rostro del hermano menor. Imponentemente altos, de buen porte.
“A diferencia tuya y de tu hermano, Yuki era familia nuestra.” Respondió Inuyasha quitándose los guantes de montar.
“Prima segunda o tercera que importa.” Respondió Muso. “Todos saben que fue una jugarreta del viejo Taisho para ganar poder sobre el resto de las familias.”
Una sombra indignada cruzo el rostro del mayor. “Y fue un error mezclar nuestra sangre con los Morikawa para que luego la ensuciaran asociándose con criaturas como tu.”
Muso se mordió el labio colérico. Siete años atrás se mudo a esta ciudad anticuada por seguir a su hermano a pesar de que no le gustaba la idea de dejar la capital, pero desde que puso un pie en las Cuatro Almas solo recibía miradas reprochadoras hacia su persona mientras que su hermano se llevaba las alabanzas. Una sonrisa de víbora le dibujo el rostro:
“Palabras famosas proviniendo de una familia que no tiene reparos en revolcarse con prost…”
“¡MUSO!” Le interrumpió Kagura a su espalda. Con una exagerada reverencia hacia los Taisho se dio la media vuelta y subió las escaleras trotando. Kagura vestía de negro y sabia que no le gustaba por lo que sonrió divertido al pasarle de largo. La mujer clavo sus ojos coñac en el mayor de los Taisho. Ambos se midieron hasta que ella termino el reto internándose en la iglesia. Sin pronunciar una palabra, ambos hermanos subieron las escaleras, persignándose antes de entrar.
La mayoría de los presentes se aglomeraban en la antesala, conversando en voces bajas, mientras que dentro se preparaba el podio donde pondrían el féretro. Un joven novicio tomo los guantes de ambos hermanos y le susurro un mensaje al oído del mayor. Sin dar razones, Seshoumaru se abrió paso entre la gente hasta llegar a una portezuela que el novicio abrió para el. Inclinándose, Seshoumaru cruzo el umbral y se vio entre las bancas del altar. Camino hacia el féretro y se detuvo frente a el.
Yuki vestía de blanco tan pálido como su piel y su cabellera. La piel de su rostro estaba tensa por el abrazo de la muerte, pero le pareció extraño el entrecejo fruncido como si al robarle el último suspiro le hubiesen herido el alma. Inconscientemente trato de plisar la arruga con los dedos pero se contuvo, recogiendo la mano y encaminándose hacia la sacristía donde el sacerdote le esperaba.
No era costumbre velar a los muertos en la iglesia. Usualmente se hacia en la comodidad de las casas donde familiares y amigos rezaban por el pronto ascenso del alma hacia las puertas del cielo; pero Yuki no era cualquier persona. Y su deceso merecía un velorio digno de una reina. Muso sonrió divertido, exhalando bocanadas de tabaco desde el peldaño de la escalera que conducía a la entrada de la iglesia.
Las Cuatro Almas es del tipo de ciudad que venera sus hijos; forasteros como el son obligados a mantenerse al margen.
Alrededor de las diez la plaza de los Fieles se fue llenando de carruajes y gente común. Poco a poco entraban por las puertas persignándose ante la imagen sagrada. Mujeres con velos negros cubriendo sus rostros, colgadas del brazo de hombres silenciosos.
Entre la muchedumbre, Muso reconoció el rostro joven del nuevo capitán de la base militar, y heredero de la familia Kutso, uno de los cuatro fundadores. Vestía el uniforme de gala y una expresión firme. De las cuatro familias, los Kutso eran la rama más pobre, pero ostentaba una gallarda herencia de adiestramiento militar. Bankotsu era un líder nato a pesar de ser el mas joven de los siete hermanos. Subió las escaleras a trote, seguido por sus hermanos sin siquiera voltear la vista hacia el hombre agazapado a un lado y fumando.
Muso predijo que el cargo se le subiría a la cabeza como el alcohol y las burlas solían hacerlo antes de que escalara de rango.
De un carruaje negro descendió el gobernador de la ciudad. Como todo miembro del clan Hakurei, el gobernador era un hombre de leyes, pacifico y con una reputación de incorruptible. Venia acompañado de su distinguida esposa y su hijo recién casado. Se comentaba que la nuera estaba embarazada, pero aun no se le notaba el chiquillo.
Los cuatro ascendieron las escaleras, dirigiéndole una mirada reprochadora a Muso quien la sacudió lejos de si y aun tuvo la indecencia de sonreírle picaramente a la esposa del joven heredero de los Hakurei. Ruborizada, la joven nuera se aferro a su esposo quien la resguardo en su pecho.
Aburrido, Muso se incorporo en sus pies sacudiéndose el pantalón. Levanto la vista hacia la plaza donde el repicar de cascos de caballos le llamaron la atención. Todo el que tenia que estar había llegado de antemano. Dos hombres desmontaron casi al unísono de un par de bestias blancas como la nieve. Muso sonrió ampliamente, completamente fascinado. Tiro el cabo del tabaco hacia un cantero de plantas y se dispuso a interceptar a los hombres.
“Con que se necesita un entierro para sacar a los Taisho de su mansión.” Comento por saludo. “Aunque e visto al menor en varias ocasiones por la parte mas divertida de la ciudad.”
Un chico delgado se apresuro a tomar la rienda de ambos caballos que el menor de los Taisho le entrego luego de peinarle la crin a ambos para calmarlos.
Las Cuatro Almas tenía sus peculiaridades, y entre ellas estaban los Taisho. De los cuatro fundadores ellos eran la familia mas acaudalada y la mas apartada. Seshoumaru Taisho e Inuyasha Taisho eran los únicos herederos del clan. Ambos compartían los rasgos exóticos de la familia: Cabellera rubia plateada, lacia como seda; Cejas aristocráticas acompañadas por rasgos casi femeninos que eran mas prominente en el hermano mayor; ojos ámbar fundidos que eran mas feroces en el rostro del hermano menor. Imponentemente altos, de buen porte.
“A diferencia tuya y de tu hermano, Yuki era familia nuestra.” Respondió Inuyasha quitándose los guantes de montar.
“Prima segunda o tercera que importa.” Respondió Muso. “Todos saben que fue una jugarreta del viejo Taisho para ganar poder sobre el resto de las familias.”
Una sombra indignada cruzo el rostro del mayor. “Y fue un error mezclar nuestra sangre con los Morikawa para que luego la ensuciaran asociándose con criaturas como tu.”
Muso se mordió el labio colérico. Siete años atrás se mudo a esta ciudad anticuada por seguir a su hermano a pesar de que no le gustaba la idea de dejar la capital, pero desde que puso un pie en las Cuatro Almas solo recibía miradas reprochadoras hacia su persona mientras que su hermano se llevaba las alabanzas. Una sonrisa de víbora le dibujo el rostro:
“Palabras famosas proviniendo de una familia que no tiene reparos en revolcarse con prost…”
“¡MUSO!” Le interrumpió Kagura a su espalda. Con una exagerada reverencia hacia los Taisho se dio la media vuelta y subió las escaleras trotando. Kagura vestía de negro y sabia que no le gustaba por lo que sonrió divertido al pasarle de largo. La mujer clavo sus ojos coñac en el mayor de los Taisho. Ambos se midieron hasta que ella termino el reto internándose en la iglesia. Sin pronunciar una palabra, ambos hermanos subieron las escaleras, persignándose antes de entrar.
La mayoría de los presentes se aglomeraban en la antesala, conversando en voces bajas, mientras que dentro se preparaba el podio donde pondrían el féretro. Un joven novicio tomo los guantes de ambos hermanos y le susurro un mensaje al oído del mayor. Sin dar razones, Seshoumaru se abrió paso entre la gente hasta llegar a una portezuela que el novicio abrió para el. Inclinándose, Seshoumaru cruzo el umbral y se vio entre las bancas del altar. Camino hacia el féretro y se detuvo frente a el.
Yuki vestía de blanco tan pálido como su piel y su cabellera. La piel de su rostro estaba tensa por el abrazo de la muerte, pero le pareció extraño el entrecejo fruncido como si al robarle el último suspiro le hubiesen herido el alma. Inconscientemente trato de plisar la arruga con los dedos pero se contuvo, recogiendo la mano y encaminándose hacia la sacristía donde el sacerdote le esperaba.
<***>
Jacobo se convirtió en un hombre de fe desde el día en el que busco refugio de un tornado dentro de la iglesia del pueblo donde nació. A su alrededor el mundo parecía derrumbarse mientras el rezaba por salvación. Pasada la tempestad se descubrió solo; vecinos de aldeas cercanas que corrieron a socorrer a los sobrevivientes lo sacaron de los escombros maravillados de que fue la cruz de Jesús la que apuntalo el techo resguardándolo de morir aplastado.
Jacobo se consagro a la iglesia y jamás dudo de su llamado.
Si bien el seguía con todas las doctrinas de la Iglesia, en su corazón sabia que la única manifestación maligna en la tierra moraba dentro del hombre. La vio crecer como un tumor en los ojos de muchos que fingían ser poseídos por fuerzas externas, pero no hay fuerzas externas que equivalgan a la putrefacción del alma corrupta. El hombre es una criatura insaciable y egoísta incluso en su bondad, por lo que cuando el padre Bonifacio le llamo para que le asistiera en la nueva iglesia no dudo en marcharse de la capital con tan solo la ropa que traía.
En las Cuatro Almas vio la posibilidad de moldear algo bueno. La idea de los fundadores era crear un lugar espiritualmente limpio, lejos de la influencia del mundo exterior. Con gusto Jacobo asistió al sacerdote en sus misas y en el cuidado de la escuela publica y el orfanatorio, y cuando Dios llamo al buen hombre, Jacobo acepto su misión como el guía espiritual. En su lecho de muerte Bonifacio le tomo de la mano y le confeso una verdad oculta que cayo sobre los hombros de Jacobo como las paredes de aquella iglesia de su niñez.
Lo peor que Jacobo hizo fue apartar la mirada, y el resultado de eso, aunque indirectamente, fue Yuki.
Un suspiro agonizante zozobro su cuerpo enfundado en el traje ceremonial. Se sintió pequeño e insignificante. Sobre el escritorio estaba el estuche de cuero que prometió entregar al viudo, y el cual yacía abierto. Dentro estaba el escudo de armas de los Morikawa forjado en oro. Dos unicornios que escoltaban una perla rosada incrustada.
«No se debe idolatrar imagines»
«Pero el hombre necesita símbolos que definan su vida.»
Unicornios que significaban pureza, y la perla que unía a las cuatro familias. Ese pequeño broche sobre su escritorio era la llave al destino de la ciudad. Significaba que aquel que lo usara podía sentarse en el consejo y dictar leyes que afectarían a los demás. Se le otorgaba al hijo primogénito cuando cumpliera edad para sentarse en el consejo; si la familia tenía solo hijas, estas eran encargadas de otorgárselo a su primer hijo varón; en caso de esterilidad o muerte se le pasaba al esposo. En otro tiempo lo hubiese entregado gustosamente, pero no desde la última vez que Yuki vino a confesarse.
Cerro los ojos sintiendo como la habitación daba vueltas en retroceso a su alrededor.
Fue una tarde de primavera. Yuki trajo consigo algo de lluvia fresca y el olor a tierra húmeda que Abril anunciaba. El estaba sentado en la silla del escritorio leyendo un tomo que encontró entre el librero del padre Bonifacio.
Ella le beso la mano, como tenia acostumbrado y se sentó frente a el. Quería confesarse y el le ofreció ir al confesionario. Ella se negó justificando que se sentía más a gusto en la privacidad el escritorio:
“Perdóneme padre porque he pecado.”
“¿Que tipo de pecado?” Le pregunto condescendientemente. Yuki carecía de malicia, por lo que creyó se trataba de un pastelillo de mas o algo parecido, por eso fue que le sorprendió lo que ella dijo.
“He visto al demonio en mi casa padre, y tiene el rostro de mi esposo.” Inquieto, se inclino sobre el escritorio para escucharla mejor.
“Explícate hija. ¿Qué fue lo que viste?” Yuki tembló en la silla, haciendo nudos en la tela de su vestido.
“Anoche tuve sed y baje a la cocina en vez de sonar la campanilla por la mujer de servicio. Baje la escalera con cuidado de no hacer ruido porque todos estaban dormidos, cuando llegue a la cocina, la puerta estaba entreabierta y vi luz dentro.” Yuki se estremeció, ruborizada por la memoria. “Se que es malo espiar por las hendijas pero la casa estaba oscura y tenia miedo, por eso me asome despacio, sin hacer ruido y vi al demonio padre, ¡ lo vi con estos ojos!” Jacobo se apresuro a sostener las manos de la muchacha para anclarla a la realidad.
“Todo esta bien, niña, todo esta bien. Estas en la casa de Dios, aquí los demonios no pueden alcanzarte.” Yuki exhalo mas calmada, sujetando las manos del sacerdote con fuerza.
“Estaba sobre la mesa de la cocina, gemían como fieras, se rasgaban la piel con las uñas, fornicando como perros salvajes. Tenia el rostro de mi esposo, padre y delante de el, amordazada, estaba Kagura. Creo que grite o gemí del susto, lo cierto es que el demonio levanto la vista hacia la puerta y sus ojos eran rojos como la sangre y me sonrió padre, como invitándome. Corrí hacia mi cuarto y me interne en la cama, rece mil padres nuestros hasta que salio el alba.”
La confesión le robo el habla, Yuki se levanto de la silla caminando nerviosamente. Se mordía las uñas mientras el la miraba anonado.
“Soy de lo peor. El demonio pone en prueba mi fe y lo primero que hago es dudar de mi esposo.” La mujer le miro afligida. “¿Cómo seria capaz de creer semejante aberración?” Alzo las manos al cielo en suplica. “¡Son hermanos, por amor a Dios, hermanos! Yo misma accedí a recogerla de la pesadilla en la que vivía.” Yuki se arrodillo ante el, aferrándose a su túnica negra. “Padre pero la memoria no me deja tranquila. Lo veo en todas partes, siento que me asedia donde quiera que voy.”
Poco tiempo después Yuki cayó enferma. Con el pulso desbocado Jacobo corrió hacia la hacienda, imaginando lo peor: aquella pobre mujer rodeada de víboras; pero la encontró tranquila. Sonreía a pesar de lo cadavérico de su rostro. Según ella ya se había purgado de los demonios que la acechaban. Su amor era puro otra vez, y le encargo el sello de su padre para que se lo entregara a su esposo en el momento de su muerte.
El eco de unos nudillos contra la puerta le trajo al presente.
“¡Adelante!” Ordeno y su voz sonó lejana, como si se hubiese quedado atascada en la memoria. La puerta se abrió y un hombre joven, alto y de semblante regio entro.
“Vine tan pronto como recibí su mensaje.” Dijo por saludo a lo que el padre asintió señalando una de las sillas con un ademán de la mano.
“Si no le importa prefiero permanecer de pie.” Respondió.
“Como guste.” Concedió el sacerdote caminando de un lado al otro. “Señor Taisho le llame para consultar con Usted un tema delicado. Son pocas las veces que nos hemos visto, pero conocí a su padre y confió en que sus principios fueron inculcados en su primogénito.” Sesshoumaru asintió, mirando de soslayo el estuche abierto sobre el escritorio, para luego estudiar al sacerdote.
“Yuki Morikawa me confió la entrega del sello de su familia a su esposo Naraku.”
“Entonces conceda su ultimo pedido y entréguele el sello al señor Morikawa.” Jacobo se volteo movido por un latigazo, incrédulo.
“Ciertamente Usted comprenderá la razón por la cual no puedo entregarle las llaves de esta ciudad a un hombre como el.”
“¿Tiene pruebas de que el señor Morikawa planea destruir Cuatro Almas?” Pregunto Seshoumaru.
“Conozco a ese tipo de hombres y su ambición. Usted es familia de los Morikawa, puede ejercer ese vinculo y asegurarse de que Naraku no tome asiento en el consejo.” Replico el sacerdote.
“Mi vinculo con ellos es minúsculo comparado con el derecho del viudo, y aun así, necesitaría pruebas mas convincente que presentar ante el consejo para revocar sus derechos, y su preocupación podría pasar por perjuicio hacia ellos.”
Jacobo entreabrió la boca en busca de algo más que su instinto y aquella confesión que no podía revelar y se vio aturdido por lo inestable de su posición. Cayó sentado sobre una silla completamente derrotado. Sesshoumaru camino hacia el escritorio y tomo el broche en su mano, admirando el detalle del grabado.
“Los unicornios son criaturas puras cuya sangre trae poder a quien los mata, o así dicen los cuentos de hadas.” Regreso el broche a su estuche y lo cerró acariciando la superficie con el índice. “Pero la muerte de un unicornio trae consigo una maldición.” Y luego, como si hubiese dado por terminado el asunto se dirigió hacia la puerta: “Le aconsejo padre, que le entregue el broche a su dueño antes que este vea necesario acusarlo ante las autoridades, y no se preocupe por el bienestar económico de Las Cuatro Almas, que como ya sabe se necesita el boto de tres para mover algo en esta ciudad, y siendo la mayoría de los miembros del consejo hombres recelosos, no le será fácil al señor Morikawa ejercer su nuevo poder sobre nosotros.”
La puerta se cerro tras de el y el sacerdote se quedo en la silla. Se inclino sobre sus piernas, juntando las manos en rezo. Era algo refrescante la confianza que profesaba el joven Taisho, pero Jacobo ya había luchado contra este tipo de monstruos.
Naraku es un hombre inteligente que sabe leer a las personas. Con tan solo una sugerencia, ese hombre era capaz de manejar la voluntad de otros a su antojo.
Se levanto de la silla y tomo el estuche dispuesto a cumplir su promesa, rezando internamente por claridad de juicio.
Jacobo se consagro a la iglesia y jamás dudo de su llamado.
Si bien el seguía con todas las doctrinas de la Iglesia, en su corazón sabia que la única manifestación maligna en la tierra moraba dentro del hombre. La vio crecer como un tumor en los ojos de muchos que fingían ser poseídos por fuerzas externas, pero no hay fuerzas externas que equivalgan a la putrefacción del alma corrupta. El hombre es una criatura insaciable y egoísta incluso en su bondad, por lo que cuando el padre Bonifacio le llamo para que le asistiera en la nueva iglesia no dudo en marcharse de la capital con tan solo la ropa que traía.
En las Cuatro Almas vio la posibilidad de moldear algo bueno. La idea de los fundadores era crear un lugar espiritualmente limpio, lejos de la influencia del mundo exterior. Con gusto Jacobo asistió al sacerdote en sus misas y en el cuidado de la escuela publica y el orfanatorio, y cuando Dios llamo al buen hombre, Jacobo acepto su misión como el guía espiritual. En su lecho de muerte Bonifacio le tomo de la mano y le confeso una verdad oculta que cayo sobre los hombros de Jacobo como las paredes de aquella iglesia de su niñez.
Lo peor que Jacobo hizo fue apartar la mirada, y el resultado de eso, aunque indirectamente, fue Yuki.
Un suspiro agonizante zozobro su cuerpo enfundado en el traje ceremonial. Se sintió pequeño e insignificante. Sobre el escritorio estaba el estuche de cuero que prometió entregar al viudo, y el cual yacía abierto. Dentro estaba el escudo de armas de los Morikawa forjado en oro. Dos unicornios que escoltaban una perla rosada incrustada.
«No se debe idolatrar imagines»
«Pero el hombre necesita símbolos que definan su vida.»
Unicornios que significaban pureza, y la perla que unía a las cuatro familias. Ese pequeño broche sobre su escritorio era la llave al destino de la ciudad. Significaba que aquel que lo usara podía sentarse en el consejo y dictar leyes que afectarían a los demás. Se le otorgaba al hijo primogénito cuando cumpliera edad para sentarse en el consejo; si la familia tenía solo hijas, estas eran encargadas de otorgárselo a su primer hijo varón; en caso de esterilidad o muerte se le pasaba al esposo. En otro tiempo lo hubiese entregado gustosamente, pero no desde la última vez que Yuki vino a confesarse.
Cerro los ojos sintiendo como la habitación daba vueltas en retroceso a su alrededor.
Fue una tarde de primavera. Yuki trajo consigo algo de lluvia fresca y el olor a tierra húmeda que Abril anunciaba. El estaba sentado en la silla del escritorio leyendo un tomo que encontró entre el librero del padre Bonifacio.
Ella le beso la mano, como tenia acostumbrado y se sentó frente a el. Quería confesarse y el le ofreció ir al confesionario. Ella se negó justificando que se sentía más a gusto en la privacidad el escritorio:
“Perdóneme padre porque he pecado.”
“¿Que tipo de pecado?” Le pregunto condescendientemente. Yuki carecía de malicia, por lo que creyó se trataba de un pastelillo de mas o algo parecido, por eso fue que le sorprendió lo que ella dijo.
“He visto al demonio en mi casa padre, y tiene el rostro de mi esposo.” Inquieto, se inclino sobre el escritorio para escucharla mejor.
“Explícate hija. ¿Qué fue lo que viste?” Yuki tembló en la silla, haciendo nudos en la tela de su vestido.
“Anoche tuve sed y baje a la cocina en vez de sonar la campanilla por la mujer de servicio. Baje la escalera con cuidado de no hacer ruido porque todos estaban dormidos, cuando llegue a la cocina, la puerta estaba entreabierta y vi luz dentro.” Yuki se estremeció, ruborizada por la memoria. “Se que es malo espiar por las hendijas pero la casa estaba oscura y tenia miedo, por eso me asome despacio, sin hacer ruido y vi al demonio padre, ¡ lo vi con estos ojos!” Jacobo se apresuro a sostener las manos de la muchacha para anclarla a la realidad.
“Todo esta bien, niña, todo esta bien. Estas en la casa de Dios, aquí los demonios no pueden alcanzarte.” Yuki exhalo mas calmada, sujetando las manos del sacerdote con fuerza.
“Estaba sobre la mesa de la cocina, gemían como fieras, se rasgaban la piel con las uñas, fornicando como perros salvajes. Tenia el rostro de mi esposo, padre y delante de el, amordazada, estaba Kagura. Creo que grite o gemí del susto, lo cierto es que el demonio levanto la vista hacia la puerta y sus ojos eran rojos como la sangre y me sonrió padre, como invitándome. Corrí hacia mi cuarto y me interne en la cama, rece mil padres nuestros hasta que salio el alba.”
La confesión le robo el habla, Yuki se levanto de la silla caminando nerviosamente. Se mordía las uñas mientras el la miraba anonado.
“Soy de lo peor. El demonio pone en prueba mi fe y lo primero que hago es dudar de mi esposo.” La mujer le miro afligida. “¿Cómo seria capaz de creer semejante aberración?” Alzo las manos al cielo en suplica. “¡Son hermanos, por amor a Dios, hermanos! Yo misma accedí a recogerla de la pesadilla en la que vivía.” Yuki se arrodillo ante el, aferrándose a su túnica negra. “Padre pero la memoria no me deja tranquila. Lo veo en todas partes, siento que me asedia donde quiera que voy.”
Poco tiempo después Yuki cayó enferma. Con el pulso desbocado Jacobo corrió hacia la hacienda, imaginando lo peor: aquella pobre mujer rodeada de víboras; pero la encontró tranquila. Sonreía a pesar de lo cadavérico de su rostro. Según ella ya se había purgado de los demonios que la acechaban. Su amor era puro otra vez, y le encargo el sello de su padre para que se lo entregara a su esposo en el momento de su muerte.
El eco de unos nudillos contra la puerta le trajo al presente.
“¡Adelante!” Ordeno y su voz sonó lejana, como si se hubiese quedado atascada en la memoria. La puerta se abrió y un hombre joven, alto y de semblante regio entro.
“Vine tan pronto como recibí su mensaje.” Dijo por saludo a lo que el padre asintió señalando una de las sillas con un ademán de la mano.
“Si no le importa prefiero permanecer de pie.” Respondió.
“Como guste.” Concedió el sacerdote caminando de un lado al otro. “Señor Taisho le llame para consultar con Usted un tema delicado. Son pocas las veces que nos hemos visto, pero conocí a su padre y confió en que sus principios fueron inculcados en su primogénito.” Sesshoumaru asintió, mirando de soslayo el estuche abierto sobre el escritorio, para luego estudiar al sacerdote.
“Yuki Morikawa me confió la entrega del sello de su familia a su esposo Naraku.”
“Entonces conceda su ultimo pedido y entréguele el sello al señor Morikawa.” Jacobo se volteo movido por un latigazo, incrédulo.
“Ciertamente Usted comprenderá la razón por la cual no puedo entregarle las llaves de esta ciudad a un hombre como el.”
“¿Tiene pruebas de que el señor Morikawa planea destruir Cuatro Almas?” Pregunto Seshoumaru.
“Conozco a ese tipo de hombres y su ambición. Usted es familia de los Morikawa, puede ejercer ese vinculo y asegurarse de que Naraku no tome asiento en el consejo.” Replico el sacerdote.
“Mi vinculo con ellos es minúsculo comparado con el derecho del viudo, y aun así, necesitaría pruebas mas convincente que presentar ante el consejo para revocar sus derechos, y su preocupación podría pasar por perjuicio hacia ellos.”
Jacobo entreabrió la boca en busca de algo más que su instinto y aquella confesión que no podía revelar y se vio aturdido por lo inestable de su posición. Cayó sentado sobre una silla completamente derrotado. Sesshoumaru camino hacia el escritorio y tomo el broche en su mano, admirando el detalle del grabado.
“Los unicornios son criaturas puras cuya sangre trae poder a quien los mata, o así dicen los cuentos de hadas.” Regreso el broche a su estuche y lo cerró acariciando la superficie con el índice. “Pero la muerte de un unicornio trae consigo una maldición.” Y luego, como si hubiese dado por terminado el asunto se dirigió hacia la puerta: “Le aconsejo padre, que le entregue el broche a su dueño antes que este vea necesario acusarlo ante las autoridades, y no se preocupe por el bienestar económico de Las Cuatro Almas, que como ya sabe se necesita el boto de tres para mover algo en esta ciudad, y siendo la mayoría de los miembros del consejo hombres recelosos, no le será fácil al señor Morikawa ejercer su nuevo poder sobre nosotros.”
La puerta se cerro tras de el y el sacerdote se quedo en la silla. Se inclino sobre sus piernas, juntando las manos en rezo. Era algo refrescante la confianza que profesaba el joven Taisho, pero Jacobo ya había luchado contra este tipo de monstruos.
Naraku es un hombre inteligente que sabe leer a las personas. Con tan solo una sugerencia, ese hombre era capaz de manejar la voluntad de otros a su antojo.
Se levanto de la silla y tomo el estuche dispuesto a cumplir su promesa, rezando internamente por claridad de juicio.
<***>
Myoga alcanzo a ver una figura conocida recostada a uno de los pilares de la antesala. Disculpándose con sus colegas de trabajo y abriéndose paso entre una multitud de hombres mas alto que el se encamino hacia el joven cruzado de brazos y rostro obstinado.
Por muchos años, desde que abrió su modesto despacho de abogados en Cuatro Almas, trabajo directamente con la familia de los Taisho. El patriarca era un hombre que Myoga admiraba por su carácter fuerte y su gentileza para con sus ayudantes. En mas de una ocasión saco a Myoga de problemas financieros, y jamás hizo alarde de su ayuda o le pidió favores en recompensa.
Fue una pena perderlo cuando aun era un hombre fuerte, pero el señor Taisho dejo tras el dos hijos que si mas bien eran diferente de carácter, se le parecían mucho físicamente.
Inuyasha era el menor, y a pesar de que era volátil y de poca diplomacia, de los dos hermanos, era el preferido de Myoga. Tal vez porque a pesar de su poca paciencia, era el mas fácil de aproximar, mientras que Seshoumaru se rodeaba de una pared de hielo imposible de librar.
Se adelanto hacia el joven y le saludo cordialmente. Inuyasha le correspondió con una media sonrisa que era un halago teniendo en cuenta que odiaba los lugares congregados.
“Menuda forma de recibirnos este día.” Comento Myoga asiéndose de un lugar junto al muchacho. “Primero la lluvia que inundo el río y ahora el velorio de la señora Morikawa.”
“Todos los males vienen juntos.” Myoga le hecho un vistazo al joven Taisho. Llevaba chaqueta negra almidonada, y pantalones de montar junto con botas pulidas que le llegaban a media pierna. Una corbata de lazo parecía cortarle la respiración y ya podía atisbar gotas de transpiración resbalando por su rostro.
“La gente habla acerca de la probabilidad de que Naraku tome silla en el consejo.” Comento pasándole el pañuelo de su bolsillo al joven. Inuyasha lo tomo, murmurando una maldición entre dientes y se seco el rostro.
“Es natural que hablen, después de todo Naraku es un forastero en este pueblo.” Replico. “Aunque no veo la razón por tanto chismorreo. Lo que Cuatro Almas necesita es un puntapié que la despierte. Todo el país esta bullendo con los adelantos de la revolución industrial, incluso Aguas Claras se esta civilizando mientras que nosotros no tenemos ni un terraplén. Para el tiempo que todo coja su cause, nos encontraremos atrás, viviendo como cavernícolas.”
Myoga sonrió, acostumbrado al modernismo del joven Taisho.
“Entiendo tu frustración al regresar a este pueblo luego de haber vivido en la capital, pero no es el adelanto industrial lo que me preocupa, sino que Naraku no me da buena espina.”
Inuyasha levanto una ceja inquisitiva, si algo había aprendido de su amistad con el abogado era en confiar en su olfato para oler problemas. Myoga se estiro un tanto para hablarle en voz baja sin parecer sospechoso.
“Desde que llego hace seis años, he seguido sus movimientos muy de cerca.”
“¿Y que has encontrado?”
“Absolutamente nada.” Declaro el abogado desconcertando al joven.
Myoga se cruzo de brazos recopilando cada detalle de su minuciosa investigación: “Cuando tomo posesión del banco espere encontrar errores en los libros de cuentas, pero todo esta impecable. Ese proyecto de renovación del puente, tuve la impresión de que sacaría dinero comprando materiales baratos pero no fue así. Incluso en el baile de recaudación de dinero para restaurar el orfanato sospeche que se llevaría alguna porciento pero me equivoque. También dude de su proyecto de abrir prestamos con intereses para financiar las cosechas de algunas de las haciendas menores del condado y de los pequeños negocios en la ciudad pero todo esta pulcramente en orden.”
“¿Y que es lo que te preocupa Myoga?” El abogado levanto la vista hacia el joven y declaro firmemente:
“Que no hay ni el mas mínimo error en su administración del legado de la señora, y que cuando investigue su pasado en la capital no encontré a nadie que hablara en bien o en mal de el.” Inuyasha le dio un par de palmaditas indulgente al hombro del abogado.
“Tal parece que los años están nublando tus habilidades viejo. Descansa en paz, que aun si Naraku resultara ser la serpiente que crees, se romperá los dientes tratando de pasar más allá del consejo. ¿Cuánto tiempo lleva Seshoumaru tratando de modificar el transporte de los productos hacia los almacenes?”
“Cientos de asambleas.” Corroboro Myoga.
“Y todas las veces que ha ido ha sido inútil.”
Myoga accedió, midiendo las posibilidades en su cabeza. Luego, y con la rotundez que le caracterizaba miro al joven a la cara y le pregunto a quemarropa: “Y cambiando de tema, Inuyasha, creí que para estas horas estarías de regreso en la capital. Por muchos meses tuve que escuchar tus constantes quejas acerca de lo anticuado que es Cuatro Almas comparada con los encantos de Santa Maria.”
Un sonrojo pecador cubrió el rostro del joven despojándolo de sus veinte-tres años hasta doblegarlo a la altura de un adolescente. Myoga silbo impresionado y soltó una carcajada sabihonda que de inmediato atajo con una mano ante la mirada reprochadora de los presentes.
Cubriendo su desliz con un practicado carraspeo de la garganta, le pego unas palmaditas al brazo del muchacho, ya que apenas llegaba más allá de sus pectorales, y sonrió picaramente.
“Y yo que creía que te perdería a los encantos de las damas de sociedad, pero me alegra que hayas encontrado el amor entre las chicas de Cuatro Almas. Son un poco tímidas y reservadas, pero valen la pena, mi amigo, si que valen la pena.”
“No es lo que piensas, viejo. Ninguna muchacha de Cuatro Almas me ha cautivado.” Replico el joven un tanto molesto. Myoga se encogió de hombros dándose por vencido: “Fuera cual sea la razón por la cual aun estas con nosotros, me alegra que no hayas levantado el vuelo y nos hayas abandonado. ¿Quién sabe y Cuatro Almas te de una sorpresa?”
Inuyasha lo dudaba, pero no dijo nada al respecto.
Finalmente las puertas se abrieron y todos los presentes se adelantaron a tomar asiento para presenciar la ceremonia. Myoga se despidió tomando asiento cerca de su esposa, mientras que Inuyasha caminaba hacia la segunda banca que siempre ocupaban durante misa. A la derecha del altar, luciendo como los acusados de un juicio estaba Naraku, junto con su hermana Kagura y su hermano Muso. Los tres luciendo apropiadamente destrozados.
Le pareció extraño el hecho de que solo ellos tres acompañaban a la difunta cuando esta tenía un tío por parte de madre y unos primos.
Tomo su lugar en la banca, registrando la presencia de su hermano a su lado.
“Myoga esta preocupado.” Dijo a modo de saludo.
“No es el único.” Respondió Seshoumaru por lo bajo.
“Así que para eso te mando a buscar el sacerdote.” Seshoumaru no alcanzo a responderle porque todos se levantaron cuando el sacerdote los guió en una oración por el alma de Yuki.
Por muchos años, desde que abrió su modesto despacho de abogados en Cuatro Almas, trabajo directamente con la familia de los Taisho. El patriarca era un hombre que Myoga admiraba por su carácter fuerte y su gentileza para con sus ayudantes. En mas de una ocasión saco a Myoga de problemas financieros, y jamás hizo alarde de su ayuda o le pidió favores en recompensa.
Fue una pena perderlo cuando aun era un hombre fuerte, pero el señor Taisho dejo tras el dos hijos que si mas bien eran diferente de carácter, se le parecían mucho físicamente.
Inuyasha era el menor, y a pesar de que era volátil y de poca diplomacia, de los dos hermanos, era el preferido de Myoga. Tal vez porque a pesar de su poca paciencia, era el mas fácil de aproximar, mientras que Seshoumaru se rodeaba de una pared de hielo imposible de librar.
Se adelanto hacia el joven y le saludo cordialmente. Inuyasha le correspondió con una media sonrisa que era un halago teniendo en cuenta que odiaba los lugares congregados.
“Menuda forma de recibirnos este día.” Comento Myoga asiéndose de un lugar junto al muchacho. “Primero la lluvia que inundo el río y ahora el velorio de la señora Morikawa.”
“Todos los males vienen juntos.” Myoga le hecho un vistazo al joven Taisho. Llevaba chaqueta negra almidonada, y pantalones de montar junto con botas pulidas que le llegaban a media pierna. Una corbata de lazo parecía cortarle la respiración y ya podía atisbar gotas de transpiración resbalando por su rostro.
“La gente habla acerca de la probabilidad de que Naraku tome silla en el consejo.” Comento pasándole el pañuelo de su bolsillo al joven. Inuyasha lo tomo, murmurando una maldición entre dientes y se seco el rostro.
“Es natural que hablen, después de todo Naraku es un forastero en este pueblo.” Replico. “Aunque no veo la razón por tanto chismorreo. Lo que Cuatro Almas necesita es un puntapié que la despierte. Todo el país esta bullendo con los adelantos de la revolución industrial, incluso Aguas Claras se esta civilizando mientras que nosotros no tenemos ni un terraplén. Para el tiempo que todo coja su cause, nos encontraremos atrás, viviendo como cavernícolas.”
Myoga sonrió, acostumbrado al modernismo del joven Taisho.
“Entiendo tu frustración al regresar a este pueblo luego de haber vivido en la capital, pero no es el adelanto industrial lo que me preocupa, sino que Naraku no me da buena espina.”
Inuyasha levanto una ceja inquisitiva, si algo había aprendido de su amistad con el abogado era en confiar en su olfato para oler problemas. Myoga se estiro un tanto para hablarle en voz baja sin parecer sospechoso.
“Desde que llego hace seis años, he seguido sus movimientos muy de cerca.”
“¿Y que has encontrado?”
“Absolutamente nada.” Declaro el abogado desconcertando al joven.
Myoga se cruzo de brazos recopilando cada detalle de su minuciosa investigación: “Cuando tomo posesión del banco espere encontrar errores en los libros de cuentas, pero todo esta impecable. Ese proyecto de renovación del puente, tuve la impresión de que sacaría dinero comprando materiales baratos pero no fue así. Incluso en el baile de recaudación de dinero para restaurar el orfanato sospeche que se llevaría alguna porciento pero me equivoque. También dude de su proyecto de abrir prestamos con intereses para financiar las cosechas de algunas de las haciendas menores del condado y de los pequeños negocios en la ciudad pero todo esta pulcramente en orden.”
“¿Y que es lo que te preocupa Myoga?” El abogado levanto la vista hacia el joven y declaro firmemente:
“Que no hay ni el mas mínimo error en su administración del legado de la señora, y que cuando investigue su pasado en la capital no encontré a nadie que hablara en bien o en mal de el.” Inuyasha le dio un par de palmaditas indulgente al hombro del abogado.
“Tal parece que los años están nublando tus habilidades viejo. Descansa en paz, que aun si Naraku resultara ser la serpiente que crees, se romperá los dientes tratando de pasar más allá del consejo. ¿Cuánto tiempo lleva Seshoumaru tratando de modificar el transporte de los productos hacia los almacenes?”
“Cientos de asambleas.” Corroboro Myoga.
“Y todas las veces que ha ido ha sido inútil.”
Myoga accedió, midiendo las posibilidades en su cabeza. Luego, y con la rotundez que le caracterizaba miro al joven a la cara y le pregunto a quemarropa: “Y cambiando de tema, Inuyasha, creí que para estas horas estarías de regreso en la capital. Por muchos meses tuve que escuchar tus constantes quejas acerca de lo anticuado que es Cuatro Almas comparada con los encantos de Santa Maria.”
Un sonrojo pecador cubrió el rostro del joven despojándolo de sus veinte-tres años hasta doblegarlo a la altura de un adolescente. Myoga silbo impresionado y soltó una carcajada sabihonda que de inmediato atajo con una mano ante la mirada reprochadora de los presentes.
Cubriendo su desliz con un practicado carraspeo de la garganta, le pego unas palmaditas al brazo del muchacho, ya que apenas llegaba más allá de sus pectorales, y sonrió picaramente.
“Y yo que creía que te perdería a los encantos de las damas de sociedad, pero me alegra que hayas encontrado el amor entre las chicas de Cuatro Almas. Son un poco tímidas y reservadas, pero valen la pena, mi amigo, si que valen la pena.”
“No es lo que piensas, viejo. Ninguna muchacha de Cuatro Almas me ha cautivado.” Replico el joven un tanto molesto. Myoga se encogió de hombros dándose por vencido: “Fuera cual sea la razón por la cual aun estas con nosotros, me alegra que no hayas levantado el vuelo y nos hayas abandonado. ¿Quién sabe y Cuatro Almas te de una sorpresa?”
Inuyasha lo dudaba, pero no dijo nada al respecto.
Finalmente las puertas se abrieron y todos los presentes se adelantaron a tomar asiento para presenciar la ceremonia. Myoga se despidió tomando asiento cerca de su esposa, mientras que Inuyasha caminaba hacia la segunda banca que siempre ocupaban durante misa. A la derecha del altar, luciendo como los acusados de un juicio estaba Naraku, junto con su hermana Kagura y su hermano Muso. Los tres luciendo apropiadamente destrozados.
Le pareció extraño el hecho de que solo ellos tres acompañaban a la difunta cuando esta tenía un tío por parte de madre y unos primos.
Tomo su lugar en la banca, registrando la presencia de su hermano a su lado.
“Myoga esta preocupado.” Dijo a modo de saludo.
“No es el único.” Respondió Seshoumaru por lo bajo.
“Así que para eso te mando a buscar el sacerdote.” Seshoumaru no alcanzo a responderle porque todos se levantaron cuando el sacerdote los guió en una oración por el alma de Yuki.
<***>
Miroku maldijo entre dientes al verse atascado en el fango del camino hacia lo que supuestamente era Cuatro Almas.
El anciano que conoció en el tren fue lo suficientemente generoso como para invitarlo almorzar con su familia. Luego de una comida modesta con el sazón característico del oeste del país, Miroku se despidió, maleta en mano en busca del camino de tierra que lo conduciría hacia Cuatro Almas.
Llevaba caminando más de una hora y no sentía que había avanzado mucho. Delante de el, el camino se alargaba infinitamente hasta perderse en un bosque de mangos mientras que a su lado se estrechaba en campos cultivados.
Perdido en el medio de la nada, con la camisa de seda arremangada hasta los codos y prácticamente abierta, Miroku dejo caer la maleta que traía y se sentó sobre ella a un lado del camino. Le dolían las ampollas en las ampollas y maldijo mil veces el astuto sinvergüenza que invento los zapatos de piel. Seguramente jamás camino con ellos en su vida.
Inclinado, apuntalando su torso con los codos, saco una garrafa de vino barato que lleno con agua y se la llevo a la boca para descubrir con sorna que estaba vacía.
Pensó en tirarla, pero se abstuvo. Quizás le serviría mas adelante si encontrara a alguien que le brindara un trago de agua.
Abatido, saco una carta del bolsillo de su chaleco y la abrió para recordarse por que razón había emprendido el viaje en primer lugar.
Sonrió ante la caligrafía musical, como notas de pentagrama y dejo escapar un suspiro. Le había prometido al chiquillo que la encontraría. Y era lo mínimo que le debía después de haberlo abandonado por más de tres años a su suerte.
Con fuerzas renovadas, se levanto del camino cargando su maleta y cojeando valerosamente. Cuando llegara a Las Cuatro Almas lo primero en su lista era un baño caliente para quitarse la mugre, luego le partiría la crisma al desgraciado que oso robarse a su mejor mitad en el medio de la noche. Y luego dormiría placidamente por tres días seguidos.
Sonrió desencajadamente y cayo de bruces al suelo completamente rendido.
Lo primero que registro al despertar fue el fuerte olor a mierda de caballo y la comezón de pajas de lo que probablemente era heno en su cara. A duras penas se incorporo y casi se desboca al suelo cuando el carretón en el que viajaba se detuvo en seco. Sintió un fuerte alón por el cuello de la camisa que casi le atraviesa la traquea para luego caer de espaldas en una loma de heno con un cielo azul celeste por techo.
“¿Dónde estoy?” Pregunto desorientado, sintiendo en su espalda el suave rodar del carretón.
“¡Abuelo, esta vivo!” Proclamo un chiquillo que apenas alcanzaba los seis años y que abarco su vista por un minuto. Tenía el pelo rubio, el rostro bronceado por el sol, y unos ojos negros picaros.
Miroku se sentó y miro a su alrededor. Viajaba en una carreta de heno tirada por un caballo bayo que lucia saludable. Un hombre de cincuenta, con sombrero de guano tiraba de las riendas mientras chascaba la lengua para guiar al caballo. La maleta que llevaba estaba a un lado de la montaña de heno. El hombre miro por encima del hombro y le sonrió ampliamente.
“Me alegra que haya despertado joven.” Le saludo tirando una cantimplora que Miroku atrapo. “Beba sin problema que le ayudara a recupera las fuerzas.”
Miroku debatió la sanidad de la misma antes de que su garganta sedienta tomara la decisión por el. Se empino de la cantimplora y se le aguaron los ojos ante la potencia de la bebida.
“¿Qué demonios es eso?” Pregunto con un carraspeo. “Me ha quemado la garganta.”
El hombre rió de buena gana, indicándole que podía sentarse a su lado si eso deseaba.
“Eso es espanta muertos.” Aclaro sosegando la marcha para que el joven no perdiera el equilibrio mientras se sentaba a su lado. “Lo mejor para reanimar el cuerpo.”
Miroku le devolvió la cantimplora y se abstuvo de preguntar los ingredientes.
“Gracias por recogerme, le aseguro que no acostumbro a desmayarme en el medio del camino.”
“No hay problema, no podía dejarlo tirado para que los buitres se lo comieran.” El joven le miro horrorizado y el hombre soltó una carcajada sonora.
“Es un chiste hombre, tarde o temprano alguien lo recogería.”
El camino se hizo algo dificultoso por unas piedras sueltas, para luego suavizar la marcha bajo las sombras de los mangos. Miroku inhalo aliviado.
“¿Y a donde se dirige el señor si se puede preguntar?”
“A las Cuatro Almas.”
“Pues esta de suerte, porque yo voy para allá.” Miroku saco la carta de su bolsillo. “¿Le molestaría llevarme a esta dirección? Es que es la primera vez que vengo y no tengo la menor idea de donde se encuentra.”
“Leala.” Ordeno el hombre y Miroku estuvo consciente de que a lo mejor era analfabeto. “Calle Monarca numero ciento nueve.” El hombre pareció meditar por un momento antes de que sus ojos se iluminaran. “Por supuesto que conozco la calle Monarca, es la calle que colinda con Paseo. ¿Pero que busca Usted en esa zona?”
Miroku guardo la carta en su bolsillo. “A una persona muy especial para mi que no he visto en tres años.” El hombre movió la boca como para decir algo pero decidió no inmiscuirse en el problema.
La carreta continúo tras una curva que descendía a un valle. Por un minuto Miroku llego a ver la magnifica torre de una iglesia en puro blanco antes que esta desapareciera tras la maleza de unos árboles y arbustos salvajes cuando llegaron al pie de la colina. La carreta patino peligrosamente sobre una laguna de fango, y el hombre chasqueo la lengua rápidamente hasta que el caballo libro el peligro.
A un paso mas sosegado, por un camino de adoquines continuaron la marcha cruzando por un puente de piedra que se elevaba por encima de un río crecido. Miroku siguió el curso del agua con la vista hasta que se vio frente a un arco estilo romano que protegía el camino como una entrada a otro mundo. La carreta paso por debajo del arco de mármol blanco y su vestimenta de hiedras. “¿Tiene idea de a que se debe eso?” Le pregunto al hombre.
“Esa es la estrada Sur a la ciudad. Hay una en cada punto cardinal y esta calle conduce directamente a la iglesia de los Fieles. La que viste cuando bajamos la colina.” Aclaro. “Pronto estaremos en el pueblo, aunque probablemente no sea un buen momento para visitas.”
“¿Y eso por que?”
“Anoche murió un miembro de las cuatro familias, probablemente todos los establecimientos estén cerrados.”
Miroku quiso preguntar más acerca de las cuatro familias y de la ciudad en general, pero guardo silencio una vez que entro al pueblo. Tal como lo había predicho el hombre, la ciudad estaba sumida en un silencio sepulcral. Incluso el trote del caballo parecía blasfemo.
Rodearon la plaza tomando un entrecalle y doblaron a la izquierda para hacer un giro a la derecha dos cuadras más abajo. Luego siguieron recto por Paseo hasta llegar a una intercepción en T.
“Calle Monarca.” Anuncio el hombre, conteniendo el caballo. Miroku recorrió los números de las casas con la vista hasta encontrar al 109 plasmado bajo una lámpara en la fachada de una casa de tres pisos.
“Gracias por sus servicios.” Dijo y le ofreció al hombre una talega llena de monedas. Luego de desmontarse de la carreta y de recoger su maleta lo vio retomar su camino a la derecha y doblar en el próximo entrecalle.
Conciente de su desalmada apariencia, se tomo unos segundos en acomodar su camisa y sacudir las mangas de rastros de paja. Viendo que no hacia mucha diferencia sonrió con ironía. Levanto la vista hacia la casa y su corazón pego un salto azorado. Tan solo tenía que tocar a la puerta y la vería otra vez.
Esos últimos tres años fueron una pesadilla en las que se culpaba por no haber visto los signos de ansiedad que ella emitía. Aquella noche que la dejo en casa luego de salir del teatro en el primer intervalo jamás creyó que seria la última vez que la vería en mucho tiempo. Cuando regreso a casa se encontró con la historia de que había huido con un hombre. Eso fue lo que dijo el padre, pero el se negó en creerlo. Ella jamás haría una cosa como esa.
Era voluntariosa, le gustaba el ajedrez, montaba a caballo como un hombre, trepaba de los árboles a la par de los varones y sabía un sinnúmero de formas de esconder dulces en el cuarto, pero ella jamás se marcharía sin despedirse. Iba en contra de su creencia en que uno debía decir adiós por si no se veían otra vez. Levanto la mano para tirar del cordón de la campana y vacilo.
¿Y si cambio? Dios sabe que el ya no era el mismo.
Se reprendió por ser cobarde. Si ella no lo quería ver, pues se sentaría bajo su ventana y cantaría esa horrenda canción que aprendieron de niños hasta que no le quedara más remedio que abrirle la puerta.
Tomo el cordón con fuerza y tiro de el hasta que escucho claramente el repicar de una campana en el interior de la casa. Listo para enfrentarse fallo en notar la presencia femenina a su espalda hasta que fue demasiado tarde.
“¿Puedo ayudarle en algo?” Pregunto y su voz le taladro la espalda aprisionando su corazón en un puño. Dio la media vuelta y la vio parada frente a el, tan real como el peso de la maleta en su mano. Con ansiedad recorrió cada detalle de su rostro: cabellera negra medianoche con destellos azulados igual que la de el. Cejas en arco que precedían unos ojos azules grisáceos como los de el. La misma nariz altanera, y la boca sensual titubeante.
“¿Qué haces aquí?” Pregunto recelosa. Miroku dejo caer la maleta, conciente de que a su espalda la puerta se abría y una voz joven inquirió: “¿Kagome, quien es ese hombre?”
“¿No me has visto en tres años y así es como recibes a tu primo?” La duda se escurrió del rostro de la joven junto con unas lágrimas gruesas. Miroku abrió los brazos y la recibió en su pecho, encerrándola en ellos eternamente.
“No vuelvas asustarme de esa manera.” Murmuro en el pelo de Kagome. “No sabes las pesadillas que tuve pensando que estabas muerta.”
“Hueles a mierda de caballo.” Le dijo ella y ambos rieron desde lo más profundo del alma como no lo habían hecho en mucho tiempo.
El anciano que conoció en el tren fue lo suficientemente generoso como para invitarlo almorzar con su familia. Luego de una comida modesta con el sazón característico del oeste del país, Miroku se despidió, maleta en mano en busca del camino de tierra que lo conduciría hacia Cuatro Almas.
Llevaba caminando más de una hora y no sentía que había avanzado mucho. Delante de el, el camino se alargaba infinitamente hasta perderse en un bosque de mangos mientras que a su lado se estrechaba en campos cultivados.
Perdido en el medio de la nada, con la camisa de seda arremangada hasta los codos y prácticamente abierta, Miroku dejo caer la maleta que traía y se sentó sobre ella a un lado del camino. Le dolían las ampollas en las ampollas y maldijo mil veces el astuto sinvergüenza que invento los zapatos de piel. Seguramente jamás camino con ellos en su vida.
Inclinado, apuntalando su torso con los codos, saco una garrafa de vino barato que lleno con agua y se la llevo a la boca para descubrir con sorna que estaba vacía.
Pensó en tirarla, pero se abstuvo. Quizás le serviría mas adelante si encontrara a alguien que le brindara un trago de agua.
Abatido, saco una carta del bolsillo de su chaleco y la abrió para recordarse por que razón había emprendido el viaje en primer lugar.
Sonrió ante la caligrafía musical, como notas de pentagrama y dejo escapar un suspiro. Le había prometido al chiquillo que la encontraría. Y era lo mínimo que le debía después de haberlo abandonado por más de tres años a su suerte.
Con fuerzas renovadas, se levanto del camino cargando su maleta y cojeando valerosamente. Cuando llegara a Las Cuatro Almas lo primero en su lista era un baño caliente para quitarse la mugre, luego le partiría la crisma al desgraciado que oso robarse a su mejor mitad en el medio de la noche. Y luego dormiría placidamente por tres días seguidos.
Sonrió desencajadamente y cayo de bruces al suelo completamente rendido.
Lo primero que registro al despertar fue el fuerte olor a mierda de caballo y la comezón de pajas de lo que probablemente era heno en su cara. A duras penas se incorporo y casi se desboca al suelo cuando el carretón en el que viajaba se detuvo en seco. Sintió un fuerte alón por el cuello de la camisa que casi le atraviesa la traquea para luego caer de espaldas en una loma de heno con un cielo azul celeste por techo.
“¿Dónde estoy?” Pregunto desorientado, sintiendo en su espalda el suave rodar del carretón.
“¡Abuelo, esta vivo!” Proclamo un chiquillo que apenas alcanzaba los seis años y que abarco su vista por un minuto. Tenía el pelo rubio, el rostro bronceado por el sol, y unos ojos negros picaros.
Miroku se sentó y miro a su alrededor. Viajaba en una carreta de heno tirada por un caballo bayo que lucia saludable. Un hombre de cincuenta, con sombrero de guano tiraba de las riendas mientras chascaba la lengua para guiar al caballo. La maleta que llevaba estaba a un lado de la montaña de heno. El hombre miro por encima del hombro y le sonrió ampliamente.
“Me alegra que haya despertado joven.” Le saludo tirando una cantimplora que Miroku atrapo. “Beba sin problema que le ayudara a recupera las fuerzas.”
Miroku debatió la sanidad de la misma antes de que su garganta sedienta tomara la decisión por el. Se empino de la cantimplora y se le aguaron los ojos ante la potencia de la bebida.
“¿Qué demonios es eso?” Pregunto con un carraspeo. “Me ha quemado la garganta.”
El hombre rió de buena gana, indicándole que podía sentarse a su lado si eso deseaba.
“Eso es espanta muertos.” Aclaro sosegando la marcha para que el joven no perdiera el equilibrio mientras se sentaba a su lado. “Lo mejor para reanimar el cuerpo.”
Miroku le devolvió la cantimplora y se abstuvo de preguntar los ingredientes.
“Gracias por recogerme, le aseguro que no acostumbro a desmayarme en el medio del camino.”
“No hay problema, no podía dejarlo tirado para que los buitres se lo comieran.” El joven le miro horrorizado y el hombre soltó una carcajada sonora.
“Es un chiste hombre, tarde o temprano alguien lo recogería.”
El camino se hizo algo dificultoso por unas piedras sueltas, para luego suavizar la marcha bajo las sombras de los mangos. Miroku inhalo aliviado.
“¿Y a donde se dirige el señor si se puede preguntar?”
“A las Cuatro Almas.”
“Pues esta de suerte, porque yo voy para allá.” Miroku saco la carta de su bolsillo. “¿Le molestaría llevarme a esta dirección? Es que es la primera vez que vengo y no tengo la menor idea de donde se encuentra.”
“Leala.” Ordeno el hombre y Miroku estuvo consciente de que a lo mejor era analfabeto. “Calle Monarca numero ciento nueve.” El hombre pareció meditar por un momento antes de que sus ojos se iluminaran. “Por supuesto que conozco la calle Monarca, es la calle que colinda con Paseo. ¿Pero que busca Usted en esa zona?”
Miroku guardo la carta en su bolsillo. “A una persona muy especial para mi que no he visto en tres años.” El hombre movió la boca como para decir algo pero decidió no inmiscuirse en el problema.
La carreta continúo tras una curva que descendía a un valle. Por un minuto Miroku llego a ver la magnifica torre de una iglesia en puro blanco antes que esta desapareciera tras la maleza de unos árboles y arbustos salvajes cuando llegaron al pie de la colina. La carreta patino peligrosamente sobre una laguna de fango, y el hombre chasqueo la lengua rápidamente hasta que el caballo libro el peligro.
A un paso mas sosegado, por un camino de adoquines continuaron la marcha cruzando por un puente de piedra que se elevaba por encima de un río crecido. Miroku siguió el curso del agua con la vista hasta que se vio frente a un arco estilo romano que protegía el camino como una entrada a otro mundo. La carreta paso por debajo del arco de mármol blanco y su vestimenta de hiedras. “¿Tiene idea de a que se debe eso?” Le pregunto al hombre.
“Esa es la estrada Sur a la ciudad. Hay una en cada punto cardinal y esta calle conduce directamente a la iglesia de los Fieles. La que viste cuando bajamos la colina.” Aclaro. “Pronto estaremos en el pueblo, aunque probablemente no sea un buen momento para visitas.”
“¿Y eso por que?”
“Anoche murió un miembro de las cuatro familias, probablemente todos los establecimientos estén cerrados.”
Miroku quiso preguntar más acerca de las cuatro familias y de la ciudad en general, pero guardo silencio una vez que entro al pueblo. Tal como lo había predicho el hombre, la ciudad estaba sumida en un silencio sepulcral. Incluso el trote del caballo parecía blasfemo.
Rodearon la plaza tomando un entrecalle y doblaron a la izquierda para hacer un giro a la derecha dos cuadras más abajo. Luego siguieron recto por Paseo hasta llegar a una intercepción en T.
“Calle Monarca.” Anuncio el hombre, conteniendo el caballo. Miroku recorrió los números de las casas con la vista hasta encontrar al 109 plasmado bajo una lámpara en la fachada de una casa de tres pisos.
“Gracias por sus servicios.” Dijo y le ofreció al hombre una talega llena de monedas. Luego de desmontarse de la carreta y de recoger su maleta lo vio retomar su camino a la derecha y doblar en el próximo entrecalle.
Conciente de su desalmada apariencia, se tomo unos segundos en acomodar su camisa y sacudir las mangas de rastros de paja. Viendo que no hacia mucha diferencia sonrió con ironía. Levanto la vista hacia la casa y su corazón pego un salto azorado. Tan solo tenía que tocar a la puerta y la vería otra vez.
Esos últimos tres años fueron una pesadilla en las que se culpaba por no haber visto los signos de ansiedad que ella emitía. Aquella noche que la dejo en casa luego de salir del teatro en el primer intervalo jamás creyó que seria la última vez que la vería en mucho tiempo. Cuando regreso a casa se encontró con la historia de que había huido con un hombre. Eso fue lo que dijo el padre, pero el se negó en creerlo. Ella jamás haría una cosa como esa.
Era voluntariosa, le gustaba el ajedrez, montaba a caballo como un hombre, trepaba de los árboles a la par de los varones y sabía un sinnúmero de formas de esconder dulces en el cuarto, pero ella jamás se marcharía sin despedirse. Iba en contra de su creencia en que uno debía decir adiós por si no se veían otra vez. Levanto la mano para tirar del cordón de la campana y vacilo.
¿Y si cambio? Dios sabe que el ya no era el mismo.
Se reprendió por ser cobarde. Si ella no lo quería ver, pues se sentaría bajo su ventana y cantaría esa horrenda canción que aprendieron de niños hasta que no le quedara más remedio que abrirle la puerta.
Tomo el cordón con fuerza y tiro de el hasta que escucho claramente el repicar de una campana en el interior de la casa. Listo para enfrentarse fallo en notar la presencia femenina a su espalda hasta que fue demasiado tarde.
“¿Puedo ayudarle en algo?” Pregunto y su voz le taladro la espalda aprisionando su corazón en un puño. Dio la media vuelta y la vio parada frente a el, tan real como el peso de la maleta en su mano. Con ansiedad recorrió cada detalle de su rostro: cabellera negra medianoche con destellos azulados igual que la de el. Cejas en arco que precedían unos ojos azules grisáceos como los de el. La misma nariz altanera, y la boca sensual titubeante.
“¿Qué haces aquí?” Pregunto recelosa. Miroku dejo caer la maleta, conciente de que a su espalda la puerta se abría y una voz joven inquirió: “¿Kagome, quien es ese hombre?”
“¿No me has visto en tres años y así es como recibes a tu primo?” La duda se escurrió del rostro de la joven junto con unas lágrimas gruesas. Miroku abrió los brazos y la recibió en su pecho, encerrándola en ellos eternamente.
“No vuelvas asustarme de esa manera.” Murmuro en el pelo de Kagome. “No sabes las pesadillas que tuve pensando que estabas muerta.”
“Hueles a mierda de caballo.” Le dijo ella y ambos rieron desde lo más profundo del alma como no lo habían hecho en mucho tiempo.