InuYasha Fan Fiction ❯ Péché Parfait ❯ Capítulo 1: Viaje ( Chapter 1 )
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Disclaimer: Todos los personajes pertenecientes al anime-manga 'Inuyasha', son propiedad exclusiva de Rumiko Takahashi (Shonen Sunday, Glénat, Mundo Vid; Animax, Network y todos aquellos que hayan comprado los derechos); exceptuando a otros originales de mi invención; ninguno basado en persona real o ficticia de ninguna otra obra literaria, cinematográfica, etc. Cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia. Actúo sin ánimo de lucro.
Los aterrados ojos grises la miraron sin pestañear.
-¿Asesino de pu... de pu...?- la palabra se le enredaba en la lengua -, de put...
-De putas - rió su prima casi alegremente; sus ojos brillantes de excitación y curiosidad -. Sí, así le llaman. Dicen que ha matado a decenas de ellas, pero sólo se le ha podido implicar en dos casos, porque no se encontraron más cuerpos. Primero fue una ramera de Oxhill, hace nueve años -una mirada reflexiva brilló en sus ojos-, la encontraron con el cuello abierto, la herida era tan profunda que casi le cortó la cabeza. Había sangre en las sábanas, en el suelo, en las paredes..., hasta en el techo del cuarto. Fue salvaje..., tenía la cara rasgada y las manos ensangrentadas, como si lo hubiera arañado; como quiera que haya pasado, se defendió todo lo que pudo -afirmó-, luego, hace cuatro años, en Willey, la prostituta con quien durmió apareció muerta a la mañana siguiente. Fue apuñalada decenas de veces por todo el cuerpo. La criada que lo descubrió se rompió el cuello mientras intentaba huir -meneó la cabeza en un gesto de compasiva resignación. Entonces, levantó el rostro y afirmó apasionadamente-: ¡Si yo hubiera estado ahí, habría barrido el suelo con él, le hubiera sacado las tripas y se las habría echado a los cerdos! -tomó aire- ¡Luego lo hubiera cortado en pedazos pequeños para quemarlos uno a uno, y habría disfrutado cada segundo!
La joven morena se llevó una mano a los labios y frunció el rostro. ¿Qué fijación tenía su querida prima con esas descripciones sórdidamente explícitas?
De pronto, una idea vino a su cabeza.
-¿Y dices que no fue detenido en ninguno de los casos, a pesar de que se le encontró en las escenas del crimen?
Sango bufó.
-Por supuesto que no -torció en un gesto de desprecio- El tipo en un conde. Nadie con dos dedos de frente condenaría a un noble por asesinar a un par de putas. Por eso ha salido impune todas esas veces, ¡nadie hace absolutamente nada por detenerlo!
Su prima parecía pensativa.
-Pero, si dices que no se encontraron más cuerpos, ¿cómo pueden saber que esas mujeres realmente murieron?
Sango elevó las manos al cielo y puso los ojos en blanco.
-¡Por el amor de Dios, Kagome!, ¡La gente no desaparece así como así!, ¡Algo les tuvo que haber pasado! Todas ellas pertenecían a burdeles en un radio de diez kilómetros; ¿adivinas dónde?, ¡exacto!, ¡Todos ellos están en ese maldito condado o cerca de su casa de verano en Dubris!..., Y, teniendo en cuenta la reputación del conde de Warwick, no puede ser una coincidencia...
Una idea la intrigó y miró fijamente sus blancas manos entrelazadas sobre su regazo.
-Warwick -musitó-, eso está a casi setenta kilómetros de Willey, ¿qué hacía el conde allá?
Sango se encogió de hombros como si no fuera importante.
-Hombres como ése nunca se quedan quietos. -de pronto, pareció que algo la preocupaba-. Quiero que tengas mucho cuidado, Kagome... -su mirada se suavizó mientras la observaba con cariño- Sabes que, si pudiera, iría contigo a Sheldon, pero tengo que permanecer aquí...
Kagome le tomó la mano con ternura y le acarició los dedos.
-No tienes que preocuparte. Nuestra ruta pasa a algunos kilómetros de Warwick; ni siquiera pisaré sus tierras. Además, él sólo mata rameras, ¿verdad? -aunque dudaba decididamente de la veracidad de aquellas historias, apeló a ello en el momento-, cuando me levanté esta mañana, no era ninguna ramera; al menos eso creo, ¿porqué preocuparse?
Sango gruñó.
-¡No se sabe! -su voz temblaba con furia y temor- Con ese tipo de locos, nunca se debe dar nada por sentado. Daré órdenes a la diligencia de no parar hasta que estén lo bastante lejos de ese maldito lugar.
Kagome rió con suavidad.
-Bueno, ¿y si odias tanto a ese pobre hombre, cómo es que sabes tanto sobre él?
-¡Pobre hombre!
-Sí, bueno; cualquiera al que le tengas tal aversión es, ciertamente, un desdichado...
El rostro suave de la chica se sosegó. Miró a su prima fijamente, sin pestañear.
-No estoy de broma, Kagome; y tampoco le tengo aversión. Simplemente... prefiero que te mantengas alejada de ese lugar, ¡de cualquier cosa que tenga algo que ver con él!
Un suspiro resignado brotó de sus labios y su boca curvó una sonrisa.
-Sí, mamá.
-¡Por Dios, entiende! -gritó frustrada- ¡Una joven de tu categoría debe tener cuidado! -suspiró y se frotó el puente de la nariz, intentando controlar sus nervios- Podrías ser secuestrada, o asesinada, o violada... Dios. Podrían enviarnos tu dedo envuelto en una tela y amenazar con matarte si no hacemos lo que nos piden.
Algo en su tono de voz le dijo que, aquella vez, Sango no bromeaba con su descripción. Era algo que, de hecho, podría pasar. Por primera vez en la tarde, Kagome sintió profundamente la preocupación de Sango.
Al ser las únicas hijas mujeres de la Casa, se habían criado prácticamente juntas y siempre se vieron como hermanas más que como primas; lo compartían todo: la ropa, los juguetes, las pinturas; tomaban las clases juntas y cada año se turnaban para ir a pasar una temporada a la casa de la otra.
Sin embargo, ese año en particular había sido distinto.
Desde la presentación en sociedad de Kagome, los pretendientes la habían atosigado sin cesar, abordándola con elaborados poemas que apenas podían pronunciar, alabando la frescura de su piel y el brillo infinito de sus ojos grises; todos fascinados por su delicada belleza y, muy importante, por su impresionante dote. Era bien sabido que la familia MacClesfield poseía un linaje impecable, de sangre tan azul como la de cualquier miembro de la realeza. La cálida hermosura de los rasgos y el poco común platinado de sus ojos, herencia todo ello de sus ancestros franceses, eran el sello de las mujeres MacClesfield; y su riqueza igualmente extraordinaria.
Algunas de las mejores damas de Europa no tenían de fortuna lo que ella llevaba por dote.
Y sin embargo, a pesar de los galanteos, ninguno de ellos fue capaz de despertar en su corazón ni una remota flama. Se sentía fría con sus halagos y sus leves caricias; apenas pequeños roces supuestamente indeliberados. No obstante su desencanto, Kagome les trató amablemente a todos; riendo de sus chistes tontos y aceptando piezas de baile, cuando bailar era lo último que deseaba. Pero claro; ninguno de ellos era lo suficientemente consciente de ella para darse cuenta.
Excepto uno.
Y cuando el imponente duque de Bedford, con sus distantes ojos azules, su cabello rubio y su impecable cortesía, la pidió en matrimonio; nadie dudó.
Por eso viajaba ahora: volvería al palacio de Birmingham y permanecería ahí las últimas semanas antes de la boda. Sonrió con cierta tristeza.
Cuando, desencantada del amor, conoció a Arthur, creyó que, finalmente, había encontrado a alguien que no sostuviera ningún interés romántico por ella; que había encontrado a alguien que simplemente deseaba su amistad. Durante varios meses, la visitó con cierta frecuencia, paseaban durante horas por los cuidados jardines de Abingdon y charlaban de tantas cosas. Arthur compartía su pasión por la música, las matemáticas y la astronomía. Por fin, podía hablar con alguien de sus teorías, tan inaceptables para tantos otros, sin temor a ser tratada como una cría impertinentemente estúpida. Él la escuchaba; y a pesar de su apariencia fría, algo dentro de él se abrió para ella. Kagome siempre le estaría agradecida.
Ella reía tontamente mientras Arthur le acariciaba el rostro con algún mechón suelto de su cabello, o rozaba gentilmente sus nudillos con los labios. Un atisbo de sonrojo cubría sus mejillas mientras apartaba la mano suavemente; entonces él sonreiría de esa manera cálida que sólo ella disfrutaba y seguían andando como si se conocieran de toda la vida.
Sí. Su matrimonio con Arthur podría hacerla muy feliz; si ella lo amara...
Y sin embargo, toda su vida había soñado con un amor mágico; con un caballero dorado que la arrancaría de su balcón por la noche y se la llevaría con él para mostrarle las delicias del amor. Había soñado con un beso ardiente que la marcara a fuego, con un par de manos que quemaran caricias sobre su piel...
El corazón le dio un vuelco. Ni siquiera Arthur podía ofrecerle eso.
Fue consciente de un par de dedos chasqueando frente a sus ojos y pestañeó.
-Vaya, creí que te había perdido para siempre -musitó con el ceño fruncido mientras se acomodaba de nuevo en el respaldo del diván-, ¿Qué pasa; en qué pensabas?
Kagome negó suavemente.
-No; no es nada -sonrió.
El sonido claro de unos nudillos golpeando suavemente la madera de cedro llenó la habitación. Ambas se volvieron hacia la puerta un segundo antes de que ésta se abriera suavemente.
Una cabeza blanca se asomó apenas y los rizos suaves cayeron sobre un hombro delgado. Sonrió.
-Ya es hora. Debemos partir ahora si queremos llegar antes del anochecer; saben que cruzaremos el bosque de Malvern. No es un lugar en que me gustaría estar al caer la noche.
-Sólo queríamos pasar un rato antes de que me fuera, madre -extendió la mano hacia ella y la mujer entró en la habitación-. Sabes que no nos veremos en algún tiempo.
De cerca, la belleza de su rostro era delicadamente velado por las señas de la edad; sin embargo, su figura esbelta, la sonrisa radiante y el antinatural incoloro de su cabello, le daban un aspecto relajado y juvenil que no iba de acuerdo a sus cuarenta y ocho años.
Lady Eliana miró los baúles pulcramente apilados junto a la cama. Hizo un ademán y la sirvienta que permanecía al quicio de la puerta se apresuró al interior. Dos hombres enormes entraron en la habitación.
-Lleven eso a la diligencia. Partimos en un cuarto de hora.
Con un asentimiento respetuoso, se apresuraron a hacer lo que se les había ordenado.
-Supongo que habrán acabado de despedirse; Kagome, ¿no hay alguna otra cosa que quieras llevar?
Alisando sus faldas de perlado satén, se levantó del diván y sonrió.
-Es una lástima que no puedas venir con nosotros -miró a su prima con tanto cariño que a ésta se le saltaron las lágrimas-. Pronto te nos unirás en Birmingham; quiero que estés a mi lado hasta el día de la boda.
Sango no pudo evitarlo. Era curioso que una joven tan fuerte como ella pudiera desmoronarse de ese modo.
-Voy a extrañarte tanto -sollozó mientras la rodeaba con sus brazos-. Cuando te cases ya no será lo mismo...
Kagome no quería llorar. Respiró profundamente y cerró los ojos mientras le devolvía el abrazo.
-Anda; acompáñanos a la verja y despídete de mí como siempre haces...
Una risa suave quebró la voz de Sango.
-Sí, supongo que tendré que arrojarte más arena que de costumbre...
Platicando tranquilamente sobre la futura boda, caminaron por los pasillos, bajaron las escaleras y salieron al porche, donde una hilada de sirvientes esperaban para despedirlas.
Con los ojos velados y un extraño peso en el corazón, Kagome los saludó con un ademán y, ayudada de un joven lacayo, subió al carro. No quiso mirar por la ventana mientras su madre se acomodaba en el asiento de enfrente, ni mientras sentía que se ponían en marcha. Cerró los ojos, respiró hondo y suspiró. No tenía de qué preocuparse...
Sango había cumplido su promesa.
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-¿Tu última amante te está dando problemas?
Los ojos claros del hombre permanecían fijos en las llamas crepitantes de la chimenea que, como único medio de iluminación, proyectaba sobre su rostro un juego de sombras que le hacían parecer abrumadoramente temible. Sus dedos balanceaban despreocupadamente una copa de rumbullion y el líquido almendrado fluctuaba con suavidad.
-¿Qué te hace pensar que algo me molesta? -espeto.
La sonrisa atrevida del hombre casi le costó un buen golpe.
-Te conozco mejor de lo que crees, amigo. ¿Hace cuánto que nos conocemos? -al ver que se disponía a responder, atajó-: Vale, prefiero que no me lo digas. Son más años de los que me gustaría reconocer. Aunque tú seas más viejo que yo... -añadió con una sonrisa maliciosa.
Decidiendo que la cordura debía caber en uno de los dos y, por consecuencia, que golpear a Miroku hasta la inconsciencia no sería demasiado prudente, prefirió ignorar la pulla. Llevó la copa hasta sus labios y los rozó con ella en un movimiento indiscutiblemente sensual. Dio un sorbo y lo saboreó con placer.
-Entonces, ¿me dirás qué es lo que hizo ésta vez?
No quería hablar de Kikyo en ese momento, así que no respondió. Oyó a su amigo suspirar teatralmente antes de echar a andar por la habitación de un lado a otro. Por el rabillo del ojo le vio pararse frente a un retrato grande, antiguo. El marco de madera finamente tallado estaba revestido con pintura de oro, y los sobrios colores del melancólico rostro iluminados vagamente por las llamas del hogar le daban un aspecto casi tan abrumador como a él mismo.
Era el retrato de una mujer. Una sempiterna belleza inmortalizada por la mano diestra de Van Dyck. Su cuerpo poseía una esbeltez poco común, sentado frente a una ventana abierta; las elegantes manos entrelazadas sobre su regazo con un aire de triste resignación. El cabello, negro como el azabache, caía en suaves ondas sobre sus hombros y espalda hasta la cintura. La piel increíblemente blanca reflejando los insípidos destellos rojizos del atardecer que sus ojos, plenos de un gris vacío, contemplaban nostálgicamente.
-Lady Tristesse... -musitó el joven suavemente mientras seguía con ojos hipnotizados las suaves curvas de la mujer- ¿No es una ironía que una mujer tan bella haya sufrido tanta tristeza y soledad?
Su amigo bufó.
-¿Cómo puedes saber eso, Miroku? -rió despectivamente- Ni siquiera sabemos su nombre. Ese maldito retrato fue la obsesión de mi padre, y de su padre..., y del suyo, también. ¿Qué puede tener que sea tan especial?
Miroku rió delicadamente y meneó la cabeza.
-No lo entiendes porque tu corazón está tan frío como la copa que sostienes -murmuró con suavidad-. Si te abrieras un poco más al dolor ajeno sentirías la melancolía que emana de este cuadro...
Oh, pero Inuyasha sí la sentía. Por eso odiaba la maldita pintura.
Era un reflejo constante de su propia existencia vacía.
Gruñó.
-Sabes que a Kikyo le gusta que a veces sea algo... rudo, ¿no?
Miroku sonrió. ¿Inuyasha quería cambiar un tema engorroso por otro peor?. Así fuera.
-Recuerdo algo de eso, sí -se volvió hacia él y pasó las manos tras su espalda.
Inuyasha volvió a gruñir.
-La otra noche dijo que, si tanto me gustaban las rameras, podía hacer de una -ironizó con una mueca seca-; pero que tuviera cuidado, o podía acabar matándola...
La carcajada que cruzó la habitación lo puso furioso.
-Me alegra que este maldito asunto divierta a alguien, para variar -espetó a través de los dientes apretados.
-Lo siento, Inuyasha -apretó los labios para dejar de reír, pero sus mejillas temblaban y sus hombros se sacudían incontrolablemente-; Es una ironía que mientras yo luchaba por mi vida a cientos de kilómetros de casa, tú te la hayas pasado en grande mientras permitías que se extendieran esos ridículos rumores sobre ti. Además, no me reía de eso...
El conde de Warwick arqueó una ceja.
-¿Entonces?
-Pienso que es realmente irónico que Kikyo se ofreciera a hacer de puta. Yo creía que ya lo era.
Una nueva oleada de risa venció por completo su postiza serenidad; casi inadvertidamente, notó que una sonrisa curvaba la boca de su amigo.
-Es curioso; cuando me lo dijo, estuve apunto de decirle exactamente lo mismo...
Él no llegó a reír. Nunca lo hacía; al menos ninguna risa que no fuera irónica. Pero platicar con un buen amigo siempre lo ponía de mejor humor. Y sin embargo, detrás de esa sonrisa cínica, Miroku se dio cuenta de que el comentario de Kikyo realmente le había dolido.
Se habían conocido hacía más de veinte años, cuando el estricto y alcohólico padre de Inuyasha todavía vivía y Miroku era el hijo mayor de un comerciante nuevo rico: hijo ilegítimo de un noble que, en su lecho de muerte y al no tener herederos, lo había reconocido en un acto de redención..
Sin embargo, la apetecible riqueza de su familia no le ganó un lugar en los círculos más cerrados de la sociedad. Por ese entonces, a la tierna edad de trece años, Miroku conoció el filo acerado con que la sociedad inglesa trataba a todos aquellos que consideraban "un ser inferior". Fue por eso que, cuando un joven de diecisiete años, de cabello plateado y ojos dorados, cuya mano le ayudó a levantarse después de un bochornoso accidente, le miró a los ojos y salvó su orgullo de una mayor humillación, Miroku lo idolatró.
A partir de ese instante, un lazo irrompible se estableció entre ellos. Compartieron las experiencias más insólitas, vergonzosas y estimulantes con una vitalidad y un calor fraternal inquebrantables.
Y cuando Inuyasha fue llamado para reclutamiento en el ejército del rey Jacobo, Miroku no lo dudó. Combatieron juntos en la guerra civil y la Revuelta de Bohemia, durante la Guerra de los Treinta Años. Pero entonces, mientras combatían a los españoles en Cádiz, Inuyasha resultó herido de gravedad al defender las espaldas de Miroku de un ataque a traición. El ejército le dio de baja y fue enviado a casa con pocas esperanzas de sobrevirir; pero él, con la voluntad de hierro que siempre le caracterizó, se recuperó más por su frío empeño que por su resistencia física
Miroku volvió a la isla un año después, ¿y para qué?; Para descubrir que su querido amigo, al que prácticamente daba por muerto, se había metido en líos de faldas.
¡Y vaya líos!
Cuando finalmente su risa se sosegó un poco, preguntó animado:
-Entonces, ¿qué le respondiste?
Inuyasha sonrió como un depredador.
-No lo hice...
El rostro de Miroku reveló confusión. De pronto, lo entendió. Otro ataque de risa sacudió su cuerpo bruscamente.
Conociendo a Inuyasha, seguramente habría hecho exactamente eso...; lo que ella pedía.
-No necesito preguntar cómo la dejaste... -musitó sonriente.
-No. Pero puedo asegurarte que no me volverá a sugerir un juego de rol de ese calibre -luego pareció pensarlo-. O talvez sí lo haga.
-Sí; Kikyo es una mujer de apetitos extraños... -al ver la mirada interrogativa de Inuyasha, agregó-: Por lo que tú me has dicho, claro. Nunca he estado en intimidad con ella.
El conde de Warwick bufó.
-No es que realmente sea algo muy íntimo -comentó tranquilo-. Kikyo tiene cierta... tendencia..., a intentar que la gente la vea.
-Quieres decir... -casi se atragantó-, que la vea... mientras...
-Sí. Una vez, pagó a un chico de la cuadra para que fuera a ensillar su caballo mientras ella me seducía en la grupa -sonrió con sarcásmo-. Es una suerte que yo estuviera de tan mal genio, o nos hubiera encontrado a medio acostón.
Miroku silbó.
-Vaya; nunca lo hubiera pensado. Entonces, ¿qué vas a hacer?
Inuyasha, ya serio, hizo un ademán resignado con una mano. Ni siquiera su amigo sabía hasta qué punto le habían afectado los rumores desatados sobre él. A lo largo de los años, había cargado con el estigma de una culpa que no le correspondía; al principio, había visto el horror en las miradas de las mujeres cuando se les acercaba, aunque fuera sólo para entablar una conversación. Ellas reirían disimuladamente y pronto encontrarían alguna preocupación urgente que atender. Muy lejos de él. Quizá fuera una simple coincidencia lo acontecido con esas rameras. Quizá él simplemente había estado en el lugar equivocado en el momento preciso; no lo podía saber; pero no quería pensar en otra probabilidad, porque eso sigificaría que había alguien detrás de todo ello intentando joderle la existencia. Se alejó de esa línea de pensamiento.
-Kikyo es una mujer fogosa -comentó como si fuera cualquier cosa-. Es ocurrente y guapa; pero ya no me divierte como antes.
-¿Te buscarás una nueva amante?
-¿Es que necesito buscarlas? -rebatió con una sonrisa y sus ojos brillaron con travesura.
-No, supongo que no. Ellas te buscarán a ti, sin duda.
Inuyasha se recostó en el asiento del sillón y la sombra de Miroku cubrió su cuerpo mientras éste pasaba delante suyo para sentarse junto a la chimenea.
-Lo que sin duda es obra de la gracia divina; considerando mi reputación.
-Yo diría que más bien del dinero que les pagas -increpó maliciosmente-; todas saben que ser tu amante es sinónimo de buena vida y joyas caras.
-Pues Kikyo ya ha tenido bastante de eso... en todos los sentidos.
Su amigo volvió a reír. Pero Inuyasha, no.
-A veces... -murmuró, casi para sí mismo-; a veces me gustaría estar con una mujer que me mirara como si fuera algo más que un conde, o un asesino..., o ambas cosas.
La risa de Miroku murió al instante.
-Escucha, Inuyasha; no hay nada malo contigo -apuntó con seriedad-. Y eso de tu reputación... bueno, una mujer que realmente te quiera, no prestará atención. Ella sabrá que no puede ser verdad, que tú nunca harías las cosas de las que te han acusado.
El conde hizo un sonido con su garganta que bien podría considerarse una risa amarga.
-Llevo esperando a ver si existe esa mujer desde hace casi diez años, Miroku -rebatió con una suavidad nueva, mortal-. Nunca ha habido una que me mire por primera vez sin ese endemoniado terror en los ojos; un terror que no desaparece -sonrió con sarcasmo-. Por lo menos hasta que saben todo lo que pueden sacarme por un poco de compañía y por calentarme la cama -Miroku se sobrecogió cuando en la mirada de su amigo destelló un sentimiento nuevo. Algo abrumadoramente parecido al dolor-. Hace diez años que no he podido estar con una mujer a la que no haya tenido que pagar. Puede que incluso aún más tiempo.
Un pesado silencio cubrió la habitación mientras ambos hombres volvían los ojos, meditabundos, a las flamas ardientes del hogar. Repentinamente, Inuyasha se puso en pie; los hombros anchos, rectos, hablaban de la fuerza ganada en batalla y de una potente masculinidad. Caminó con pasos firmes, largos y elegantes, hasta detenerse frenta a aquella indeseable pintura. Durante unos segundos interminables, lo estudió en silencio. Sus ojos dorados se elevaron en crítica admiración, recorriendo con una perezosa calma las curvas prodigiosamente esbeltas y delicadas de un cuerpo que podía considerarse como algo seráfico. Un delicado ángel melancólico.
Y mientras se sumergía en la conmovedora emoción del cuadro, un calor extraño le inundaba el pecho. El encanto, como un antiguo hechizo pagano, lo rodeó; y una voz suave, delicada y tibia como la caricia de la llama sobre la carne helada; como un suave murmullo o una exhalación, colmó su mente.
Wilmcote...
Dio un paso al frente. Su pulso se aceleró imperceptiblemente y cerró los dedos temblorosos en apretados puños.
La voz suave soplando en su cabeza como un cántico intermiable.
Wilmcote...
-¿Inuyasha? -preguntó Miroku, alarmado por la extraña actitud del conde, mientras se acercaba a él -¿Te pasa algo?
Pero él no lo oía. El latido de su corazón se incrementó, sintiendo los golpes firmes y constantes contra sus costillas.
-Wilmcote... -murmuró con tal suavidad, que su amigo apenas le oyó.
-¿Wilmcote?
Una mano temblorosa se extendió para tocar el áspero lienzo. O por lo menos uno que debía serlo.
Y sin embargo, aún sin llegar a tocarlo, la suavidad del satén le rozó los dedos; que se movieron con la dulzura del toque de un amante sobre de la delineada curva de una pantorrilla perfecta. Miró los platinados ojos de la mujer; el cabello oscuro, los rasgos únicos...
De pronto, una certeza estalló en su mente.
Con una voz que, por su gravedad, difícilmente podría ser la suya, musitó:
-Debo ir a Wilmcote...
-¿Qué dices?
Pero su mente embriagada de un agitado calor ya no estaba más con él. Con los ojos velados por una profunda emoción, trazó las esmeradas líneas de esa belleza etérea.
-Debo ir a Wilmcote. Algo importante me espera allá...
No pudo; jamás podría haber adivinado cuán ciertas fueron esas palabras.
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< br> Autora:
Bueno, pues ahí está el primer capítulo que voy a dedicar, tal como prometí, a Ropna y a Mary1416, que se tomaron la molestia de dejar los primeros comentarios para esta historia.
¡Muchas gracias por su apoyo!
Espero que sigan leyendo porque tengo planes interesantes para mis adorados Inuyasha y Kagome. Perdón para los fans de Kikyo por cómo aparece en esta historia, pero ya ven, así son las cosas.
Aprovecho para pedir una disculpa por los errores en el prólogo; después de todo lo escribí de madrugada y, como sabía que si no lo publicaba en ese momento, nunca lo haría, lo subí sin más. Ya con calma lo revisé ¡y encontré errores espantosos!; pero claro, ya los corregí.
Prometo no tardarme con la actualización; creo que no hace falta, mi cabeza va a estallar llena de ideas si no las escribo pronto.
Ojalá le den una verdadera oportunidad a esta historia, ¡Prometo hacer que valga la pena!
Arce K.
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CAPÍTULO I
Castillo de Abingdon, Octubre de 1626CAPÍTULO I
Los aterrados ojos grises la miraron sin pestañear.
-¿Asesino de pu... de pu...?- la palabra se le enredaba en la lengua -, de put...
-De putas - rió su prima casi alegremente; sus ojos brillantes de excitación y curiosidad -. Sí, así le llaman. Dicen que ha matado a decenas de ellas, pero sólo se le ha podido implicar en dos casos, porque no se encontraron más cuerpos. Primero fue una ramera de Oxhill, hace nueve años -una mirada reflexiva brilló en sus ojos-, la encontraron con el cuello abierto, la herida era tan profunda que casi le cortó la cabeza. Había sangre en las sábanas, en el suelo, en las paredes..., hasta en el techo del cuarto. Fue salvaje..., tenía la cara rasgada y las manos ensangrentadas, como si lo hubiera arañado; como quiera que haya pasado, se defendió todo lo que pudo -afirmó-, luego, hace cuatro años, en Willey, la prostituta con quien durmió apareció muerta a la mañana siguiente. Fue apuñalada decenas de veces por todo el cuerpo. La criada que lo descubrió se rompió el cuello mientras intentaba huir -meneó la cabeza en un gesto de compasiva resignación. Entonces, levantó el rostro y afirmó apasionadamente-: ¡Si yo hubiera estado ahí, habría barrido el suelo con él, le hubiera sacado las tripas y se las habría echado a los cerdos! -tomó aire- ¡Luego lo hubiera cortado en pedazos pequeños para quemarlos uno a uno, y habría disfrutado cada segundo!
La joven morena se llevó una mano a los labios y frunció el rostro. ¿Qué fijación tenía su querida prima con esas descripciones sórdidamente explícitas?
De pronto, una idea vino a su cabeza.
-¿Y dices que no fue detenido en ninguno de los casos, a pesar de que se le encontró en las escenas del crimen?
Sango bufó.
-Por supuesto que no -torció en un gesto de desprecio- El tipo en un conde. Nadie con dos dedos de frente condenaría a un noble por asesinar a un par de putas. Por eso ha salido impune todas esas veces, ¡nadie hace absolutamente nada por detenerlo!
Su prima parecía pensativa.
-Pero, si dices que no se encontraron más cuerpos, ¿cómo pueden saber que esas mujeres realmente murieron?
Sango elevó las manos al cielo y puso los ojos en blanco.
-¡Por el amor de Dios, Kagome!, ¡La gente no desaparece así como así!, ¡Algo les tuvo que haber pasado! Todas ellas pertenecían a burdeles en un radio de diez kilómetros; ¿adivinas dónde?, ¡exacto!, ¡Todos ellos están en ese maldito condado o cerca de su casa de verano en Dubris!..., Y, teniendo en cuenta la reputación del conde de Warwick, no puede ser una coincidencia...
Una idea la intrigó y miró fijamente sus blancas manos entrelazadas sobre su regazo.
-Warwick -musitó-, eso está a casi setenta kilómetros de Willey, ¿qué hacía el conde allá?
Sango se encogió de hombros como si no fuera importante.
-Hombres como ése nunca se quedan quietos. -de pronto, pareció que algo la preocupaba-. Quiero que tengas mucho cuidado, Kagome... -su mirada se suavizó mientras la observaba con cariño- Sabes que, si pudiera, iría contigo a Sheldon, pero tengo que permanecer aquí...
Kagome le tomó la mano con ternura y le acarició los dedos.
-No tienes que preocuparte. Nuestra ruta pasa a algunos kilómetros de Warwick; ni siquiera pisaré sus tierras. Además, él sólo mata rameras, ¿verdad? -aunque dudaba decididamente de la veracidad de aquellas historias, apeló a ello en el momento-, cuando me levanté esta mañana, no era ninguna ramera; al menos eso creo, ¿porqué preocuparse?
Sango gruñó.
-¡No se sabe! -su voz temblaba con furia y temor- Con ese tipo de locos, nunca se debe dar nada por sentado. Daré órdenes a la diligencia de no parar hasta que estén lo bastante lejos de ese maldito lugar.
Kagome rió con suavidad.
-Bueno, ¿y si odias tanto a ese pobre hombre, cómo es que sabes tanto sobre él?
-¡Pobre hombre!
-Sí, bueno; cualquiera al que le tengas tal aversión es, ciertamente, un desdichado...
El rostro suave de la chica se sosegó. Miró a su prima fijamente, sin pestañear.
-No estoy de broma, Kagome; y tampoco le tengo aversión. Simplemente... prefiero que te mantengas alejada de ese lugar, ¡de cualquier cosa que tenga algo que ver con él!
Un suspiro resignado brotó de sus labios y su boca curvó una sonrisa.
-Sí, mamá.
-¡Por Dios, entiende! -gritó frustrada- ¡Una joven de tu categoría debe tener cuidado! -suspiró y se frotó el puente de la nariz, intentando controlar sus nervios- Podrías ser secuestrada, o asesinada, o violada... Dios. Podrían enviarnos tu dedo envuelto en una tela y amenazar con matarte si no hacemos lo que nos piden.
Algo en su tono de voz le dijo que, aquella vez, Sango no bromeaba con su descripción. Era algo que, de hecho, podría pasar. Por primera vez en la tarde, Kagome sintió profundamente la preocupación de Sango.
Al ser las únicas hijas mujeres de la Casa, se habían criado prácticamente juntas y siempre se vieron como hermanas más que como primas; lo compartían todo: la ropa, los juguetes, las pinturas; tomaban las clases juntas y cada año se turnaban para ir a pasar una temporada a la casa de la otra.
Sin embargo, ese año en particular había sido distinto.
Desde la presentación en sociedad de Kagome, los pretendientes la habían atosigado sin cesar, abordándola con elaborados poemas que apenas podían pronunciar, alabando la frescura de su piel y el brillo infinito de sus ojos grises; todos fascinados por su delicada belleza y, muy importante, por su impresionante dote. Era bien sabido que la familia MacClesfield poseía un linaje impecable, de sangre tan azul como la de cualquier miembro de la realeza. La cálida hermosura de los rasgos y el poco común platinado de sus ojos, herencia todo ello de sus ancestros franceses, eran el sello de las mujeres MacClesfield; y su riqueza igualmente extraordinaria.
Algunas de las mejores damas de Europa no tenían de fortuna lo que ella llevaba por dote.
Y sin embargo, a pesar de los galanteos, ninguno de ellos fue capaz de despertar en su corazón ni una remota flama. Se sentía fría con sus halagos y sus leves caricias; apenas pequeños roces supuestamente indeliberados. No obstante su desencanto, Kagome les trató amablemente a todos; riendo de sus chistes tontos y aceptando piezas de baile, cuando bailar era lo último que deseaba. Pero claro; ninguno de ellos era lo suficientemente consciente de ella para darse cuenta.
Excepto uno.
Y cuando el imponente duque de Bedford, con sus distantes ojos azules, su cabello rubio y su impecable cortesía, la pidió en matrimonio; nadie dudó.
Por eso viajaba ahora: volvería al palacio de Birmingham y permanecería ahí las últimas semanas antes de la boda. Sonrió con cierta tristeza.
Cuando, desencantada del amor, conoció a Arthur, creyó que, finalmente, había encontrado a alguien que no sostuviera ningún interés romántico por ella; que había encontrado a alguien que simplemente deseaba su amistad. Durante varios meses, la visitó con cierta frecuencia, paseaban durante horas por los cuidados jardines de Abingdon y charlaban de tantas cosas. Arthur compartía su pasión por la música, las matemáticas y la astronomía. Por fin, podía hablar con alguien de sus teorías, tan inaceptables para tantos otros, sin temor a ser tratada como una cría impertinentemente estúpida. Él la escuchaba; y a pesar de su apariencia fría, algo dentro de él se abrió para ella. Kagome siempre le estaría agradecida.
Ella reía tontamente mientras Arthur le acariciaba el rostro con algún mechón suelto de su cabello, o rozaba gentilmente sus nudillos con los labios. Un atisbo de sonrojo cubría sus mejillas mientras apartaba la mano suavemente; entonces él sonreiría de esa manera cálida que sólo ella disfrutaba y seguían andando como si se conocieran de toda la vida.
Sí. Su matrimonio con Arthur podría hacerla muy feliz; si ella lo amara...
Y sin embargo, toda su vida había soñado con un amor mágico; con un caballero dorado que la arrancaría de su balcón por la noche y se la llevaría con él para mostrarle las delicias del amor. Había soñado con un beso ardiente que la marcara a fuego, con un par de manos que quemaran caricias sobre su piel...
El corazón le dio un vuelco. Ni siquiera Arthur podía ofrecerle eso.
Fue consciente de un par de dedos chasqueando frente a sus ojos y pestañeó.
-Vaya, creí que te había perdido para siempre -musitó con el ceño fruncido mientras se acomodaba de nuevo en el respaldo del diván-, ¿Qué pasa; en qué pensabas?
Kagome negó suavemente.
-No; no es nada -sonrió.
El sonido claro de unos nudillos golpeando suavemente la madera de cedro llenó la habitación. Ambas se volvieron hacia la puerta un segundo antes de que ésta se abriera suavemente.
Una cabeza blanca se asomó apenas y los rizos suaves cayeron sobre un hombro delgado. Sonrió.
-Ya es hora. Debemos partir ahora si queremos llegar antes del anochecer; saben que cruzaremos el bosque de Malvern. No es un lugar en que me gustaría estar al caer la noche.
-Sólo queríamos pasar un rato antes de que me fuera, madre -extendió la mano hacia ella y la mujer entró en la habitación-. Sabes que no nos veremos en algún tiempo.
De cerca, la belleza de su rostro era delicadamente velado por las señas de la edad; sin embargo, su figura esbelta, la sonrisa radiante y el antinatural incoloro de su cabello, le daban un aspecto relajado y juvenil que no iba de acuerdo a sus cuarenta y ocho años.
Lady Eliana miró los baúles pulcramente apilados junto a la cama. Hizo un ademán y la sirvienta que permanecía al quicio de la puerta se apresuró al interior. Dos hombres enormes entraron en la habitación.
-Lleven eso a la diligencia. Partimos en un cuarto de hora.
Con un asentimiento respetuoso, se apresuraron a hacer lo que se les había ordenado.
-Supongo que habrán acabado de despedirse; Kagome, ¿no hay alguna otra cosa que quieras llevar?
Alisando sus faldas de perlado satén, se levantó del diván y sonrió.
-Es una lástima que no puedas venir con nosotros -miró a su prima con tanto cariño que a ésta se le saltaron las lágrimas-. Pronto te nos unirás en Birmingham; quiero que estés a mi lado hasta el día de la boda.
Sango no pudo evitarlo. Era curioso que una joven tan fuerte como ella pudiera desmoronarse de ese modo.
-Voy a extrañarte tanto -sollozó mientras la rodeaba con sus brazos-. Cuando te cases ya no será lo mismo...
Kagome no quería llorar. Respiró profundamente y cerró los ojos mientras le devolvía el abrazo.
-Anda; acompáñanos a la verja y despídete de mí como siempre haces...
Una risa suave quebró la voz de Sango.
-Sí, supongo que tendré que arrojarte más arena que de costumbre...
Platicando tranquilamente sobre la futura boda, caminaron por los pasillos, bajaron las escaleras y salieron al porche, donde una hilada de sirvientes esperaban para despedirlas.
Con los ojos velados y un extraño peso en el corazón, Kagome los saludó con un ademán y, ayudada de un joven lacayo, subió al carro. No quiso mirar por la ventana mientras su madre se acomodaba en el asiento de enfrente, ni mientras sentía que se ponían en marcha. Cerró los ojos, respiró hondo y suspiró. No tenía de qué preocuparse...
Sango había cumplido su promesa.
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-¿Tu última amante te está dando problemas?
Los ojos claros del hombre permanecían fijos en las llamas crepitantes de la chimenea que, como único medio de iluminación, proyectaba sobre su rostro un juego de sombras que le hacían parecer abrumadoramente temible. Sus dedos balanceaban despreocupadamente una copa de rumbullion y el líquido almendrado fluctuaba con suavidad.
-¿Qué te hace pensar que algo me molesta? -espeto.
La sonrisa atrevida del hombre casi le costó un buen golpe.
-Te conozco mejor de lo que crees, amigo. ¿Hace cuánto que nos conocemos? -al ver que se disponía a responder, atajó-: Vale, prefiero que no me lo digas. Son más años de los que me gustaría reconocer. Aunque tú seas más viejo que yo... -añadió con una sonrisa maliciosa.
Decidiendo que la cordura debía caber en uno de los dos y, por consecuencia, que golpear a Miroku hasta la inconsciencia no sería demasiado prudente, prefirió ignorar la pulla. Llevó la copa hasta sus labios y los rozó con ella en un movimiento indiscutiblemente sensual. Dio un sorbo y lo saboreó con placer.
-Entonces, ¿me dirás qué es lo que hizo ésta vez?
No quería hablar de Kikyo en ese momento, así que no respondió. Oyó a su amigo suspirar teatralmente antes de echar a andar por la habitación de un lado a otro. Por el rabillo del ojo le vio pararse frente a un retrato grande, antiguo. El marco de madera finamente tallado estaba revestido con pintura de oro, y los sobrios colores del melancólico rostro iluminados vagamente por las llamas del hogar le daban un aspecto casi tan abrumador como a él mismo.
Era el retrato de una mujer. Una sempiterna belleza inmortalizada por la mano diestra de Van Dyck. Su cuerpo poseía una esbeltez poco común, sentado frente a una ventana abierta; las elegantes manos entrelazadas sobre su regazo con un aire de triste resignación. El cabello, negro como el azabache, caía en suaves ondas sobre sus hombros y espalda hasta la cintura. La piel increíblemente blanca reflejando los insípidos destellos rojizos del atardecer que sus ojos, plenos de un gris vacío, contemplaban nostálgicamente.
-Lady Tristesse... -musitó el joven suavemente mientras seguía con ojos hipnotizados las suaves curvas de la mujer- ¿No es una ironía que una mujer tan bella haya sufrido tanta tristeza y soledad?
Su amigo bufó.
-¿Cómo puedes saber eso, Miroku? -rió despectivamente- Ni siquiera sabemos su nombre. Ese maldito retrato fue la obsesión de mi padre, y de su padre..., y del suyo, también. ¿Qué puede tener que sea tan especial?
Miroku rió delicadamente y meneó la cabeza.
-No lo entiendes porque tu corazón está tan frío como la copa que sostienes -murmuró con suavidad-. Si te abrieras un poco más al dolor ajeno sentirías la melancolía que emana de este cuadro...
Oh, pero Inuyasha sí la sentía. Por eso odiaba la maldita pintura.
Era un reflejo constante de su propia existencia vacía.
Gruñó.
-Sabes que a Kikyo le gusta que a veces sea algo... rudo, ¿no?
Miroku sonrió. ¿Inuyasha quería cambiar un tema engorroso por otro peor?. Así fuera.
-Recuerdo algo de eso, sí -se volvió hacia él y pasó las manos tras su espalda.
Inuyasha volvió a gruñir.
-La otra noche dijo que, si tanto me gustaban las rameras, podía hacer de una -ironizó con una mueca seca-; pero que tuviera cuidado, o podía acabar matándola...
La carcajada que cruzó la habitación lo puso furioso.
-Me alegra que este maldito asunto divierta a alguien, para variar -espetó a través de los dientes apretados.
-Lo siento, Inuyasha -apretó los labios para dejar de reír, pero sus mejillas temblaban y sus hombros se sacudían incontrolablemente-; Es una ironía que mientras yo luchaba por mi vida a cientos de kilómetros de casa, tú te la hayas pasado en grande mientras permitías que se extendieran esos ridículos rumores sobre ti. Además, no me reía de eso...
El conde de Warwick arqueó una ceja.
-¿Entonces?
-Pienso que es realmente irónico que Kikyo se ofreciera a hacer de puta. Yo creía que ya lo era.
Una nueva oleada de risa venció por completo su postiza serenidad; casi inadvertidamente, notó que una sonrisa curvaba la boca de su amigo.
-Es curioso; cuando me lo dijo, estuve apunto de decirle exactamente lo mismo...
Él no llegó a reír. Nunca lo hacía; al menos ninguna risa que no fuera irónica. Pero platicar con un buen amigo siempre lo ponía de mejor humor. Y sin embargo, detrás de esa sonrisa cínica, Miroku se dio cuenta de que el comentario de Kikyo realmente le había dolido.
Se habían conocido hacía más de veinte años, cuando el estricto y alcohólico padre de Inuyasha todavía vivía y Miroku era el hijo mayor de un comerciante nuevo rico: hijo ilegítimo de un noble que, en su lecho de muerte y al no tener herederos, lo había reconocido en un acto de redención..
Sin embargo, la apetecible riqueza de su familia no le ganó un lugar en los círculos más cerrados de la sociedad. Por ese entonces, a la tierna edad de trece años, Miroku conoció el filo acerado con que la sociedad inglesa trataba a todos aquellos que consideraban "un ser inferior". Fue por eso que, cuando un joven de diecisiete años, de cabello plateado y ojos dorados, cuya mano le ayudó a levantarse después de un bochornoso accidente, le miró a los ojos y salvó su orgullo de una mayor humillación, Miroku lo idolatró.
A partir de ese instante, un lazo irrompible se estableció entre ellos. Compartieron las experiencias más insólitas, vergonzosas y estimulantes con una vitalidad y un calor fraternal inquebrantables.
Y cuando Inuyasha fue llamado para reclutamiento en el ejército del rey Jacobo, Miroku no lo dudó. Combatieron juntos en la guerra civil y la Revuelta de Bohemia, durante la Guerra de los Treinta Años. Pero entonces, mientras combatían a los españoles en Cádiz, Inuyasha resultó herido de gravedad al defender las espaldas de Miroku de un ataque a traición. El ejército le dio de baja y fue enviado a casa con pocas esperanzas de sobrevirir; pero él, con la voluntad de hierro que siempre le caracterizó, se recuperó más por su frío empeño que por su resistencia física
Miroku volvió a la isla un año después, ¿y para qué?; Para descubrir que su querido amigo, al que prácticamente daba por muerto, se había metido en líos de faldas.
¡Y vaya líos!
Cuando finalmente su risa se sosegó un poco, preguntó animado:
-Entonces, ¿qué le respondiste?
Inuyasha sonrió como un depredador.
-No lo hice...
El rostro de Miroku reveló confusión. De pronto, lo entendió. Otro ataque de risa sacudió su cuerpo bruscamente.
Conociendo a Inuyasha, seguramente habría hecho exactamente eso...; lo que ella pedía.
-No necesito preguntar cómo la dejaste... -musitó sonriente.
-No. Pero puedo asegurarte que no me volverá a sugerir un juego de rol de ese calibre -luego pareció pensarlo-. O talvez sí lo haga.
-Sí; Kikyo es una mujer de apetitos extraños... -al ver la mirada interrogativa de Inuyasha, agregó-: Por lo que tú me has dicho, claro. Nunca he estado en intimidad con ella.
El conde de Warwick bufó.
-No es que realmente sea algo muy íntimo -comentó tranquilo-. Kikyo tiene cierta... tendencia..., a intentar que la gente la vea.
-Quieres decir... -casi se atragantó-, que la vea... mientras...
-Sí. Una vez, pagó a un chico de la cuadra para que fuera a ensillar su caballo mientras ella me seducía en la grupa -sonrió con sarcásmo-. Es una suerte que yo estuviera de tan mal genio, o nos hubiera encontrado a medio acostón.
Miroku silbó.
-Vaya; nunca lo hubiera pensado. Entonces, ¿qué vas a hacer?
Inuyasha, ya serio, hizo un ademán resignado con una mano. Ni siquiera su amigo sabía hasta qué punto le habían afectado los rumores desatados sobre él. A lo largo de los años, había cargado con el estigma de una culpa que no le correspondía; al principio, había visto el horror en las miradas de las mujeres cuando se les acercaba, aunque fuera sólo para entablar una conversación. Ellas reirían disimuladamente y pronto encontrarían alguna preocupación urgente que atender. Muy lejos de él. Quizá fuera una simple coincidencia lo acontecido con esas rameras. Quizá él simplemente había estado en el lugar equivocado en el momento preciso; no lo podía saber; pero no quería pensar en otra probabilidad, porque eso sigificaría que había alguien detrás de todo ello intentando joderle la existencia. Se alejó de esa línea de pensamiento.
-Kikyo es una mujer fogosa -comentó como si fuera cualquier cosa-. Es ocurrente y guapa; pero ya no me divierte como antes.
-¿Te buscarás una nueva amante?
-¿Es que necesito buscarlas? -rebatió con una sonrisa y sus ojos brillaron con travesura.
-No, supongo que no. Ellas te buscarán a ti, sin duda.
Inuyasha se recostó en el asiento del sillón y la sombra de Miroku cubrió su cuerpo mientras éste pasaba delante suyo para sentarse junto a la chimenea.
-Lo que sin duda es obra de la gracia divina; considerando mi reputación.
-Yo diría que más bien del dinero que les pagas -increpó maliciosmente-; todas saben que ser tu amante es sinónimo de buena vida y joyas caras.
-Pues Kikyo ya ha tenido bastante de eso... en todos los sentidos.
Su amigo volvió a reír. Pero Inuyasha, no.
-A veces... -murmuró, casi para sí mismo-; a veces me gustaría estar con una mujer que me mirara como si fuera algo más que un conde, o un asesino..., o ambas cosas.
La risa de Miroku murió al instante.
-Escucha, Inuyasha; no hay nada malo contigo -apuntó con seriedad-. Y eso de tu reputación... bueno, una mujer que realmente te quiera, no prestará atención. Ella sabrá que no puede ser verdad, que tú nunca harías las cosas de las que te han acusado.
El conde hizo un sonido con su garganta que bien podría considerarse una risa amarga.
-Llevo esperando a ver si existe esa mujer desde hace casi diez años, Miroku -rebatió con una suavidad nueva, mortal-. Nunca ha habido una que me mire por primera vez sin ese endemoniado terror en los ojos; un terror que no desaparece -sonrió con sarcasmo-. Por lo menos hasta que saben todo lo que pueden sacarme por un poco de compañía y por calentarme la cama -Miroku se sobrecogió cuando en la mirada de su amigo destelló un sentimiento nuevo. Algo abrumadoramente parecido al dolor-. Hace diez años que no he podido estar con una mujer a la que no haya tenido que pagar. Puede que incluso aún más tiempo.
Un pesado silencio cubrió la habitación mientras ambos hombres volvían los ojos, meditabundos, a las flamas ardientes del hogar. Repentinamente, Inuyasha se puso en pie; los hombros anchos, rectos, hablaban de la fuerza ganada en batalla y de una potente masculinidad. Caminó con pasos firmes, largos y elegantes, hasta detenerse frenta a aquella indeseable pintura. Durante unos segundos interminables, lo estudió en silencio. Sus ojos dorados se elevaron en crítica admiración, recorriendo con una perezosa calma las curvas prodigiosamente esbeltas y delicadas de un cuerpo que podía considerarse como algo seráfico. Un delicado ángel melancólico.
Y mientras se sumergía en la conmovedora emoción del cuadro, un calor extraño le inundaba el pecho. El encanto, como un antiguo hechizo pagano, lo rodeó; y una voz suave, delicada y tibia como la caricia de la llama sobre la carne helada; como un suave murmullo o una exhalación, colmó su mente.
Wilmcote...
Dio un paso al frente. Su pulso se aceleró imperceptiblemente y cerró los dedos temblorosos en apretados puños.
La voz suave soplando en su cabeza como un cántico intermiable.
Wilmcote...
-¿Inuyasha? -preguntó Miroku, alarmado por la extraña actitud del conde, mientras se acercaba a él -¿Te pasa algo?
Pero él no lo oía. El latido de su corazón se incrementó, sintiendo los golpes firmes y constantes contra sus costillas.
-Wilmcote... -murmuró con tal suavidad, que su amigo apenas le oyó.
-¿Wilmcote?
Una mano temblorosa se extendió para tocar el áspero lienzo. O por lo menos uno que debía serlo.
Y sin embargo, aún sin llegar a tocarlo, la suavidad del satén le rozó los dedos; que se movieron con la dulzura del toque de un amante sobre de la delineada curva de una pantorrilla perfecta. Miró los platinados ojos de la mujer; el cabello oscuro, los rasgos únicos...
De pronto, una certeza estalló en su mente.
Con una voz que, por su gravedad, difícilmente podría ser la suya, musitó:
-Debo ir a Wilmcote...
-¿Qué dices?
Pero su mente embriagada de un agitado calor ya no estaba más con él. Con los ojos velados por una profunda emoción, trazó las esmeradas líneas de esa belleza etérea.
-Debo ir a Wilmcote. Algo importante me espera allá...
No pudo; jamás podría haber adivinado cuán ciertas fueron esas palabras.
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< br> Autora:
Bueno, pues ahí está el primer capítulo que voy a dedicar, tal como prometí, a Ropna y a Mary1416, que se tomaron la molestia de dejar los primeros comentarios para esta historia.
¡Muchas gracias por su apoyo!
Espero que sigan leyendo porque tengo planes interesantes para mis adorados Inuyasha y Kagome. Perdón para los fans de Kikyo por cómo aparece en esta historia, pero ya ven, así son las cosas.
Aprovecho para pedir una disculpa por los errores en el prólogo; después de todo lo escribí de madrugada y, como sabía que si no lo publicaba en ese momento, nunca lo haría, lo subí sin más. Ya con calma lo revisé ¡y encontré errores espantosos!; pero claro, ya los corregí.
Prometo no tardarme con la actualización; creo que no hace falta, mi cabeza va a estallar llena de ideas si no las escribo pronto.
Ojalá le den una verdadera oportunidad a esta historia, ¡Prometo hacer que valga la pena!
Arce K.