Yu-Gi-Oh! Fan Fiction ❯ A la Orilla del Nilo ❯ Masacre de Kuru Eruna BETA ( Chapter 7 )
*****Capítulo 7 beta: "Kuru Eruna, la guerra se aproxima".
Los últimos días habían sido una pesadilla y un sueño, todo dependía del punto de vista y de quién describiera aquellos acontecimientos. Sombras y luces danzaban con el destino, una peligrosa combinación que sólo jugaba con la mente de las personas, y las tres entidades malditas disfrutaban viendo a los humanos angustiados con sus problemas.
Para Akunamukanon, Señor del Alto y Bajo Egipto, Hijo de los Dioses y Señor del Nilo, Faraón de Egipto; la sombras y pesadillas que plagaban su alma eran mucho más pesadas que la corona de Oro que debía usar, la cual yacía sobre la mesa de madera, donde libros, papiros y pinceles formaban una escultura que hablaba de caos y desesperación, confusión y desesperanza.
A cada instante la sombra sobre el hermoso Egipto se arraigaba a sus raíces, ver a su pueblo en tal peligro era aterrador, y saber que para salvarlos debía sacrificar a un gran número de personas, lo era aún más.
El Faraón abandonó su cojín de seda, pasando una mano por sus cabellos tricolor se dirigió hacia el balcón y la terraza de su estudio. Las enormes ventanas enmarcadas por cortinas de telas semi transparentes, las cuales bailaban al son del viento proveniente del desierto, se proyectaban sobre las paredes ensombrecidas. Ra se despedía y alejaba tras el marco del horizonte, parecía burlarse ante el humor del gobernante. Ahora que más necesitaban la luz, esta se dejaba llevar por la oscuridad.
Con un suspiro, apoyó sus brazos sobre el barandal, sus ojos cerrados ante el paisaje, ya lo conocía de memoria, la ciudad blanca se cubriría de un tinte dorado, luego rojo violáceo y por último, las primeras antorchas serían encendidas en las calles y la noche llegaría completamente.
Sus ojos carmín se abrieron, acariciando lentamente la vista que le permitía el alto balcón, observando más allá de las arenas, allá donde el Río termina y comienzan otras tierras, desde donde los ejércitos y la sangre se esparcirían sobre Egipto como coyotes hambrientos.
Un rayo rubí le cegó por unos momentos, su entorno se tornó negro y luego rojo, un color descendente, un grito en medio del silencio, la imagen de su esposa Nimrodel cayendo bajo la espada sanguinaria de un soldado enemigo, luego sus hijos, sus rostros desfigurados por el dolor y la mutilación provocada por sólo placer. Una risa siniestra, su pequeño Atemu siendo sostenido por un monstruo, aquella garra alrededor de su cuello frágil, sus lágrimas de inocencia corriendo bajo sus mejillas, sus labios formando una frase una y otra vez. "Papá, ayúdame, me hace daño".
Una mano en su hombro lo sacó de aquella ensoñación, inhalando en un sobre salto se encontró con el rostro preocupado de Akunadín. Poco a poco sus sentidos volvían a tomar control, las lágrimas que cubrían sus rasgos eran frescas, pero no sabía en qué momento las había derramado.
Akunadín abrazó a su hermano mayor, sabía que estaba pasando por el peor momento de todo su reinado. Dudas le reclamaban la mente, su deber como Faraón era proteger a los suyos y para ello no debía dudar. Ambos hermanos quedaron varios minutos en silencio en aquel abrazo, entrelazados por su sangre y cariño.
Akunamukanon secó sus lágrimas con el dorso de su mano. Akunadín le acarició el cabello, una sonrisa se intercambió y todo pareció mejorar.
La crisis en palacio se hacía notar, todos estaban cabizbajos, desde los guardias de la puerta, la cocinera y sus ayudantes, pasando por los sacerdotes y las muchachas del harem, hasta la familia real. El harem del Faraón había sido un lugar de música y baile, las mujeres e hijas del gobernante pasaban la mayor parte de su día bordando vestidos y confeccionando pelucas y adornos para el uso propio o como regalos para Akunamukanon. Las 50 niñas que allí habitaban junto a sus madres aprendían el arte de la música y danza, canto e instrumentos, después de todo, su función era consolidar alianzas entre reinos o poderes, siendo comprometidas con príncipes o nobles de las tierras circundantes al poderoso Egipto.
Ahora sólo reinaba el silencio, la sombra crecía en sus corazones con igual fuerza que la desesperación de Akunamuanon.
Todo el palacio se encontraba cubierto por una espesa capa de oscuridad, hasta que las travesuras de un niño lograron hacer brillar las paredes de aquel coloso de piedra.
Rauda como un halcón corrió la noticia de la derrota de Seth frente a Atemu, muchos sirvientes habían observado aquel despliegue de estrategia y esfuerzo físico, y aún más, el resultado lodoso que había traído consigo. No era común ver al hijo mayor de Akunadín en tal estado de estupefacción, ni mucho menos ser él el afectado de su constante correteo con el menor de los hijos del faraón.
Al llegar al lugar del crimen, Mahaado no pudo evitar reír y felicitar a Atemu por tal hazaña. Inclusive Akunadín rió ante el desastre que llevaba por nombre Seth. Ese día, por una vez todos olvidaron sus sombras.
Los vientos del Este trajeron los ruidos de cascos rápidos sobre la arena, una carrera veloz bajo la tibieza de Ra, cada segundo se acercaba más a su meta. Las puertas de la aldea estaban en su rango visual. El relinchó del animal alertó a los guardias, quienes saludaron al recién llegado.
"Saludos pequeño Bakura". Dijo uno de los hombres levantando su mano en señal de saludos. "Te ves muy contento hoy también".
"Si, Ra me ha puesto de buen humor". Fue la contestación del niño al pasar entre ellos. Saigril redujo su carrera a un trote suave para completar el camino hacia la humilde morada de su familia, una red de pescados y sus nuevos útiles escolares era todo lo que llevaba entre sus pertenencias.
Bakura era un niño muy conocido en Kuru Eruna, los pequeños le admiraban, los más grandes le temían a su valentía y astucia; los adultos lamentaban no poder brindar una mejor educación a un muchacho tan especial. Había sido decisión unánime que le enviarían a Menfis cuando cumpliera 10 veranos, los ahorros de toda la aldea servirían para pagar por una instrucción para el pequeño, era la esperanza de la humilde villa de pequeños comerciantes y trabajadores de pirámides.
El padre de Bakura era un hombre respetado, sabía las dos artes superiores, leer y escribir, sin embargo su trabajo de viajar constantemente le dejaba poco tiempo para estar con sus hijos. Razón suficiente como para que Bakura creciera en un ambiente donde debía ser él quien protegiera el hogar.
Bakura desmontó a Saigril antes de llevarla hacia el establo, allí le sirvió un bandejón de agua sacada del pozo, y una porción de heno y alfalfa fresca. Por último la cubrió con una colcha de algodón para protegerla del frío nocturno en el desierto.
"Gracias por acompañarme amiga". Bakura acarició el hocico del animal una vez más, Saigril lamió sus dedos. "Y por dejar a Atemu ir conmigo".
A esto el animal relinchó y movió su cola y orejas animadamente. Bakura sonrió y corrió hacia la puerta de su casa, llevando entre sus brazos sus preciadas herramientas para escribir. No podía esperar a contar a su madre y hermanos lo increíble que era su nuevo amigo.
Al abrir la puerta, fue saludado por el calor de su hogar, su madre hilaba lino en su arpillera y telar, los mellizos trataban de matarse el uno al otro. Los ojos brillantes de la mujer le sonrieron, los niños pequeños corrieron hacia él, cada uno abrazado a la cintura de Bakura.
"Extrañamos a Bakura". Dijo Behu con su vocecita y acento infantil. Bausuru asintió contra la ropa del mayor, ante el gesto, Bakura no pudo evitar abrazarlos de regreso.
Cuando ambos niños decidieron dejar al mayor y volver a sus juegos, Bakura dejó los pescados en el recipiente donde su madre los vendería posteriormente a un precio bajo o por vegetales a los vecinos. Luego se dirigió hacia su madre y le mostró los preciados materiales.
Askuhna observó maravillada lo que su hijo lo mostraba. Varias hojas de papiro, finamente plegadas, un pincel, un estuche de tinta, varios palitos de carbón cuidadosamente envueltos en un lino y un libro con hermosos dibujos en sus tapas.
"Atemu me está enseñando a escribir". Fue todo lo que Bakura tuvo que decir, la alegría en su voz, el brillo en sus ojos, todo le decía y gritaba a Askuhna que el pequeño albino se había encontrado un amigo de verdad, alguien que realmente lo quería, necesitaba y apoyaba.
"No sabes lo feliz que me siento". La mujer abrazó al niño contra su pecho, su niño aprendería lo que ella no pudo, un futuro se trazaba para él, ya no tenía que temer que su hijo terminara siguiendo el camino de la mayor parte de los jóvenes de la aldea. Robar tumbas.
Por primera vez en toda su vida, Askuhna durmió tranquila, Ra había traído a Atemu a la vida de Bakura para darle una oportunidad. Al fin podría soñar con libertad.
Ra despertaba y se ocultaba, una y otra vez en un ciclo de luz y oscuridad, el círculo de la vida trabajando en su esplendor cotidiano. Las aguas del Río continuaban su curso por entre las rocas, desde las cascadas en el Gran Lago, hasta el mar. Bakura y Atemu reían en el acantilado.
La felicidad de ambos niños era tangible, como un cristal que rodeaba sus cuerpecillos repletos de sueños y planes para su futuro. Se veían todos los días al amanecer en la cumbre de aquella estructura de piedra, ya era parte de la vida de Atemu esperar por aquel jinete que se dibujaba en el horizonte, el amigable relincho de Saigril, y por supuesto, la mano de Bakura al ayudarle a montar.
Un mes de práctica y Atemu ya no necesitaba las rocas para subir a Saigril, sólo el tierno impulso que el brazo de Bakura le otorgaba para pasar su pierna derecha por el lomo de la yegua azabache, sus brazos asegurados firmemente alrededor de la cintura de Bakura.
Cada día de ese fantástico mes la habían pasado al lado del otro, jugando y aprendiendo, creando y explorando un lazo de amistad tan fuerte como el oro de la corona del Faraón.
Bakura instó a Saigril por la ruta habitual, la misma rampa de tierra que ambos usarán para llegar a la parte más baja del risco, las expertas y hábiles manos de Bakura guiaban al animal sin problema alguno, saltado rocas, grietas y desniveles.
Las lecciones de equitación ya no eran necesarias, ambos niños ya estaban familiarizados con el manejo de Saigril y Atemu podía bajar esa pendiente sin ayuda.
Bakura descendió del lomo de Saigril, gracioso como un niño de Bastet, pisó la arena húmeda con sus dos pies, sus brazos extendidos hacia el más pequeño para ayudarle a bajar, Atemu tomó las manos de Bakura y se deslizó suavemente por el pelaje de Saigril, quien hizo un movimiento brusco para dejar caer al príncipe hacia delante, hacia los brazos de Bakura.
Reflejo del miedo, Atemu rodeó el cuello del albino con sus brazos, la seguridad y la tibieza de Bakura eran atrayentes. El rostro de Atemu se ocultó en el cabello rebelde del muchacho mayor, inhalando una vez, el niño percibió ese aroma tan particular que era Bakura, una mezcla de lluvia y viento, como una de las raras tormentas de verano que se veían cada cierto tiempo en Menfis.
Bakura depositó a Atemu sobre la arena, aún así se quedaron sumidos en el abrazo, la tibieza de uno contra el otro, sus ojos cerrados, sus respiraciones en una sincronización perfecta junto al compás del Río y el viento.
Cuando Bakura abrió los ojos y se encontró con Saigril observándolos, pudo jurar que el animal tenía una sonrisa de triunfo en su expresión. No le importó, en ese momento sólo existía el sentimiento de tener al pequeño cerca de su cuerpo, protegido de todo peligro.
Los papiros desplegados, la tinta preparada, los pinceles húmedos; manos seguras que trazan dibujos en las fibras de vegetal prensado, poco a pocos los dedos artesanos formaban frases, oraciones, la entremezcla de palabras y líneas en un baile eterno.
Bakura y Atemu escribían en sus papiros, ya no sólo la tarea, sino ideas propias.
Mefis era un caos completo, tres mensajeros ensangrentados llegaron por las puertas principales trayendo consigo un mensaje para el Faraón. Los tres moribundos sobre sus caballos, lanzas sobresalían de sus cuerpos, a simple vista faltaban partes de ellos.
Menfis estaba cubierta por sombras, una vez más.
El concilio se reunió en el Salón del Trono, el mensaje fue leído, Tebas estaba masacrada por los ejércitos del Rey Escorpión, cada habitante había caído bajo las espadas y lanzas enemigas, hombres, mujeres y niños, todos fueron muertos.
Ahora estaban a 7 días de Menfis. Y la armada no sería lo suficiente.
Akunamukanon ocultó su rostro entre sus manos, la decisión era suya, todo el concilio esperaba expectante sus siguientes palabras, palabras que cambiarían el destino de Egipto y sellarían el suyo y el de sus hijos por la eternidad.
"Akunadín, Heishin". Comenzó el Faraón sin levantar su mirada desde sus manos, como si esperara encontrar la solución en un punto distante, en otra realidad."Busquen un lugar de donde…".
Akunadín no podía creer lo que estaba escuchando.
Heishin sonrió mentalmente, era justo lo que había planeado, todo lo que necesitaba era que el Faraón diera la orden.
"Sacrificaremos 99 almas al Fuego Místico, consíganlas para esta noche, al amanecer se llevará a cabo el ritual y los Artículos del Milenio se crearán para superar esta crisis". Si, ahora estaba condenado, el Faraón y los suyos, una condena de miles de años en el encierro.
Después de un almuerzo ameno, las lecciones de gramática y matemática habían finalizado, unos eructos de costumbre, un par de travesuras junto a Saigril, y Bakura esperaba por su alumno, para comenzar las lecciones de natación.
Ya no existía esa vergüenza del comienzo entre ellos, nada sin sus ropas en el Río era una tarea diaria en el afán de mejorar la natación.
Atemu había logrado bucear, podía competir con Bakura en las inmersiones y búsquedas del tesoro, piedras y cuentas de cristal pulido formaban un tesoro enterrado en una gruta, tras unas piedras y plantas, allí donde el sol se escabulle por entre las grietas, un tesoro de niños, esperaba por más recuerdos que guardar.
"Una búsqueda del tesoro". Bakura señaló el fondo brillante del río, una carrera hasta el agua, luego ambos pequeños desaparecieron de la vista.
Bajo el agua, todo era distinto, la percepción del mundo era completamente diferente, los ruidos, los colores, los movimientos, todo cambiaba y se mantenía grácil en el Nilo. Bakura, sus cabellos rebeldes parecían cobrar vida, flotaban a su alrededor formando un escudo, su piel ligeramente tostada adquiría una textura única, sin embargo sus ojos chocolates, llenos de travesura y vida se mantenían igual.
Entre las arenas del fondo del Nilo, una piedra azul llamó la atención del albino más alto, sus piernas fuertes y sus brazos ágiles le llevaron a ella antes que Atemu, salió victorioso a la superficie. Atemu le miraba con la mitad de su rostro sumergida en el agua.
Bakura se acercó a él, de pronto, el otro niño le lanzó agua al rostro por la boca, una risa pegajosa resonó entre los ecos del acantilado. Bakura le observó maliciosamente, una ceja ligeramente levantada. El ataque comenzó.
Revolcándose en el agua, ambos terminaron en un montón de risas, Bakura sobre el cuerpo de Atemu, se miraban y volvían a sus risas sin parar. Pronto Bakura logró sentarse con sus manitos secó las lagrimas que descendían de sus ojos producto de toda esa diversión.
"Kura". Comenzó Atemu observando al otro niño, el movimiento de su brazo marcaba los pequeños, pero firmes músculos que ya se desarrollaban allí. Incluso su pecho infantil estaba delineado por la forma de sus pectorales y abdominales.
"Dime Ate". Contestó el albino, observando la confusión en Atemu.
"Es extraño, cada vez que estoy a tu lado siento…". Atemu dudó, no existía una palabra en su vocabulario para describir el sentimiento que le nacía al estar cerca de Bakura.
"Como si tuvieras libélulas en la pancita". Finalizó Bakura, era algo que él sentía con Atemu.
"Si".
"Yo también siento eso". Diciendo aquellas palabras Bakura salió del agua, rápidamente se colocó sus ropas y esperó a que Atemu hiciera lo mismo. Entonces de su bolsa sacó la cajita de cuero que su padre le diera cuando volvió de su viaje. "Quería darte esto".
En las manos de Bakura estaban dos anillos de plata, parecían formar una pieza entre ellos al unirlos, y los diseños tenían escrito algo, un extraño leguaje antiguo.
"Mi papá me lo regaló de su viaje". Bakura tomó la mano izquierda de Atemu, y en su dedo anular deslizó el anillo, el cual calzó perfectamente con los pequeños dedos. "Dice que si usamos estos anillos, nada nos podrá separar".
Atemu emuló a Bakura, deslizando el anillo en el dedo anular de la mano izquierda del muchacho más alto. Una risa salió de sus labios.
"Lo hicimos como en las bodas".
"En las bodas el novio besa a la novia". Dijo Bakura cruzando sus brazos sobre su pecho en una actitud de enojo, un sonrojo leve en sus mejillas.
"¿No me vas a dar un beso?". Preguntó Atemu.
Bakura acercó su rostro al del pequeño príncipe, unos segundos de duda, antes de rozar sus labios una vez, y retirarse.
"¿Contento?".
"¡Si!".
"¡Atemu!". La voz de Karimu sonó en el acantilado. Era más temprano de lo normal, pero era la señal para Atemu, debía retirarse con su familia.Con una sonrisa, Bakura se despidió, un abrazo entre ambos.
"Nos vemos mañana". Dijo Atemu antes de desaparecer de la vista de Bakura, por un momento el pequeño albino se quedó mirando la silueta de su amigo, un dedo ausente acariciando el anillo que sellaba la amistad entre ellos.
"Vamos Saigril, hoy regresaremos temprano a casa".
Todo era un caos, Atemu observaba a los adultos correr de un lado a otro, una confusión horrible reinaba en palacio; más preocupante era la sombra que podía ver en cada rostro, una tristeza horripilante, un perdón por un pecado cometido, un aroma pesaba en el ambiente.
Sus pasos pequeños le llevaron por el pasillo que daba hacia las habitaciones de su padre, el Faraón era un hombre ocupado, aún así le pedía que le visitara a diario, aunque fuera para contarle sus travesuras con Bakura. Cada suceso del día parecía animar a Akunamukanon, y ahora Atemu se dirigía hacia allá.
En el pasillo reencontró con un hombre feo, le inspiraba miedo, terror, era malo desde el alma, pero siempre estaba allí, sus ojos vacíos le miraba con odio. El Ministro Heishin era un demonio en la mente de Atemu, parecía querer estrangularlo con la mirada, y sin embargo, no podía verle a los ojos por mucho tiempo. Era malo, pero su padre confiaba en él.
De las manos de él cayó un sobre, nadie pareció notarlo, Atemu se acercó para recogerlo y entregarlo; era un pliegue de papel simple, el sello real puesto en la firma, los jeroglíficos escritos eran claros y fáciles de leer. Tanto que Atemu los leyó sin problema, antes de que Akunadín tomara el papiro de sus manos y murmurara un gracias.
Nadie se fijó en el niño, estaba paralizado en el corredor, observaba donde el papiro abandonara sus manos hace sólo unos momentos.
El mundo entero cayó a los pies de Atemu al leer aquellas líneas, una sentencia que jamás olvidaría, que jamás comprendería; las guerras no son sencillas de entender, tampoco las muertes que éstas traen, y menos aquellas que deben suceder para ganarlas.
"Se sentencia a todos los habitantes, hombre, ancianos, mujeres y niños, de la Aldea de Kuru Eruna a morir". Era simple, todos morirían, sin importar quien fuera o que fuera, simplemente serían masacrados por los soldados del Faraón. No tenían oportunidad.
Mahaado tomó en sus brazos a Atemu cuando vio las lágrimas y sollozos apoderarse del pequeño. Dos frases repitiéndose en los labios de Atemu.
"Los matarán… van a matarlos a todos". Su voz ausente asustó a Mahaado.
"¿A quiénes matarán?". Preguntó el Mago mirando a los ojos vacíos, el mar sangriento que Atemu le mostraba en sus ojos.
"Bakura vive en Kuru Eruna".
El mundo quedó en silencio.