Yu-Gi-Oh! Fan Fiction ❯ A la Orilla del Nilo ❯ Kuru Eruna ( Chapter 8 )

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*******Capítulo 8: "La Masacre de Kuru Eruna"

Desde el gran ventanal la oscuridad reinó en la habitación, Ra se ocultaba rápidamente tras las arenas del desierto, allá donde toca la tierra y duerme para aparecer al siguiente día, cazando los demonios con su luz protectora. El atardecer ocurrió velozmente, Menfis y Egipto se cubrieron con el manto frío de la noche, una noche sin luna ni estrellas; ni sonrisas ni alegrías, era un momento de aterradora tristeza y desesperación.

Caos.

Mahaado sostenía a Atemu sobre su cadera, sus brazos alrededor del pequeño príncipe, cuyo cuerpecito se encontraba a merced de los sollozos y lágrimas de total angustia; era la primera vez que le veía en tal estado, nunca el pequeño había sido controlado por las emociones de la debilidad tan sobrecogedoramente. El mejor y único amigo del príncipe moriría, el decreto y acta firmadas por el Faraón era la mejor prueba, y posiblemente nada detendría a quienes debieran cumplir esa misión.

Atemu se aferró a su tutor, todo parecía muerto a su alrededor, el mundo había desaparecido para sus sentidos, sólo un hecho se repetía en su mente; Bakura moriría y su padre estaba dando la autorización para masacrar una aldea, la aldea que Bakura llamaba su hogar. Su mamá, hermanos y papá estarían allí. Bakura moriría, y él no podía quedarse allí llorando, debía ser valiente y tratar de ayudar, no, no sólo tratar, debía impedirlo o avisar a Bakura.

Por primera vez, Atemu realmente agradeció la ayuda de Bakura en cuanto a adquirir nuevas habilidades con su cuerpo. Usando la fuerza de sus brazos sobre los hombros de Mahaado, el pequeño logró zafarse de sus brazos más fuertes, aprovechando el impulso salto por sobre la espalda del mago. Sus piernas cortitas le llevaron lo más rápido posible, su agilidad le ayudó a pasar por entre los guardias, Ministros y Sacerdotes. Cada paso le acercaba más y más al Faraón, Akunamukanon no mataría a Bakura, no permitiría que la única alegría de su hijo menor fuera borrada del reino.

Cada segundo contaba contra Atemu, debía hacerlo ahora, no después, la vida de Bakura dependía de la velocidad con la que llegara a su padre. De pronto le vio, sentado en su trono de mármol y oro, el hijo de los Dioses, su padre y la salvación de Bakura.

"Papá". Atemu alargó su manito de niño hacia la capa del Faraón, la tela de seda a sólo unos centímetros de su alcance.

Sus dedos tocaron la tela azul de la capa de un nuevo individuo, una túnica desconocida, un aire de maldad en su más pura esencia. Los bordados del Ministro Heishin, hilos dorados enmarcando la larga vestimenta, frases escritas sin sentido para Atemu.

Los ojos oscuros del ministro egipcio se encontraron con los ojos del príncipe, el rostro del adulto marcado por la amargura y la ambición; una expresión que aterraba al niño. La mano larga, áspera y huesuda tomó el antebrazo de Atemu, el tiempo pareció congelarse para el pequeño. En su frente un haz de luz se divisó entre la oscuridad, sólo Mahaado, Akunadín y Heishin lo vieron, los demás ocupantes de la habitación, perdidos en sus propios pensamientos no vieron el tercer ojo marcado en Atemu.

"Mahaado". Akunadín se acercó al Mago, quien aún observaba el despliegue de Atemu con ojos atónitos. "Saca al príncipe de aquí, el Faraón se encuentra en un estado de oscuridad increíble, una enorme responsabilidad ha caído sobre sus hombros, no creo que desee ver al pequeño ahora".

"¿Qué ha ocurrido Akunadín?". El Mago interrogó al sacerdote de Anubis.

"Los Artículos serán creados, la amenaza es demasiado peligrosa para Menfis". Un suspiro cansado dejó os labios secos de Akunadín. "Y la Aldea de Kuru Eruna fue elegida para el sacrificio, ladrones de tumbas no son una perdida importante para el reino".

Mahaado quedó en silencio. Una aldea de ladrones de tumbas tarde o temprano sería arrasada por la guardia de palacio, un crimen tan grave como robar los hogares de los muertos era pagado con la muerte. Lamentablemente Bakura pertenecía a esa gente, tal vez la muerte del niño calaría en el corazón de Atemu hasta que conociera otro amiguito, sin embargo, era para mejor, la seguridad del menor de los príncipes de Egipto era más importante que una ciudad completa. Pronto la pena de Atemu sería reemplazada con sus sonrisas y alegría usual.

Mahaado se acercó al príncipe de cabello blanco, Heishin soltó al niño, quien aún le observaba con sus ojos rubí sangre. El Mago de la corte le tomó en brazos para sacarlo del salón, la vista del destruido Faraón en el marco de su visual era una herida que jamás cerraría en su memoria. Atemu no mencionó palabra alguna, ni siquiera derramó más lágrimas por sus mejillas aún húmedas.

Los pasos de Mahaado se perdieron por el largo pasillo oscuro, la cabeza del príncipe descansaba sobre su hombro derecho, observando el vacío que le mundo se había convertido a sus ojos.

El Templo de Horus estaba sumido en penumbras, las antorchas olvidadas en sus esquinas sin encender, el baile constante de las sombras fascinadas sobre los muros blancos cubiertos de grandes pinturas y tapices era un espectáculo hipnotizante.

Sobre la plataforma de duelo, la proyección de la forma oscura de la gran estatua de Horus, un dibujo formado por los últimos rayos de aquel Ra que deseaba huir de la terrible visión que presentaba Egipto ese día y noche, cubría la totalidad de la estructura.

Mahaado dejó a Atemu en uno de los vértices de la plataforma, el niño no se movía, sumido en un trance que sólo él comprendía. El Mago se dirigió a los pies de la estatua, de allí sacó dos mazos de cartas, finos dibujos en papiros especialmente tratados para que resistieran los duelos.

De una caja de color morado quitó las cartas que correspondían a Atemu, de la azul, las suyas propias. La pequeña cantidad de cartas eran las suficientes como para luchar justamente en un duelo normal, donde ni el cuerpo, ni alma, ni mente corrían peligro. Las manitos de ATemu recibieron las cartas, aún así no se movió.

Mahaado caminó hacia el otro lado de la plataforma y comenzó a explicar las reglas del juego al pequeño, quien no parecía escucharle.

En la mente de Atemu, escenas se repetían una y otra vez, parecía soñar con los acontecimientos de un futuro incierto. Al momento de tocar la mano de Heishin, todo comenzó a tomar un color distinto, Atemu observaba un tiempo distinto al que vivía. Siete objetos dorados serían creados, un rayo surcó el cielo, luego el día se convirtió en noche, y la noche en día, el Río Nilo se tornó rojo como la sangre y el atardecer, entonces el cielo se abrió y tres estrellas descendieron sobre Egipto, una de ellas de resplandeciente amarillo, la otra de un rojo temerario y la última de un azul aterrador. El sonido de las espadas a su alrededor se tornó cada vez más fuerte, entonces escuchó un grito y vio a Bakura caer herido, sangre formando una círculo alrededor de su cuerpo sobre las arenas del desierto.

Atemu abrió sus ojos y se encontró con Mahaado frente a él, unos metros más alejado, moviendo sus labios como si hablara, sin embargo, sus palabras no se escuchaban.

Atemu permaneció en silencio.

Saigril y Bakura volvían a la aldea, las huellas de la yegua azabache firmemente marcadas sobre las arenas del desierto, Ra aún no bajaba lo suficiente como para teñir de naranjos las arenas. El viento acariciando el rostro de Bakura a medida que avanzaban más allá de las pirámides.

Por un momento Bakura observó el anillo en su dedo, la mitad de un extraño escrito sobre amistad, un dibujo hermoso adornando la fina forma de aquella joya, que hace unos instantes atrás, Atemu deslizara en su dedo con la delicadeza de una flor, luego la sonrisa de su amigo y aquel beso, Bakura aún podía sentir los suaves y tibios; dulces y delicados labios de Atemu contra los suyos. Fue un segundo, aún así era una sensación que no olvidaría. Tal vez si una de las niñas le hubiera pedido un beso como los de los novios, se habría asqueado, o que una de las niñas le diera un beso, arg, ¡qué pesadilla!.

Atemu era diferente, todo lo que el niño hacía era ideal, estar a su lado era su rutina diaria, una adicción, el aire que respiraba. Saber que el pequeño tenía en su dedo la otra mitad del anillo y usaba el simple adorno que confeccionara para él, en sus cabellos albinos, era emocionante. Las libélulas en su estómago aumentaban sus movimientos.

Los anillos los había puesto como en las bodas y se habían besado como en ellas… acaso significaba que Atemu era su novio y viceversa?. Pero no se suponía que él debía tener una novia?.

La cabeza de Bakura formaba dudas a medida que el recuerdo permanecía tangente.

Las puertas de la villa se abrieron para dejarle pasar, la polvorienta y activa calle principal y mercado pasaron desapercibidas para él, sumido en sus pensamientos y dudas. Saigril relinchó al llegar a su establo. Allí Bakura arregló el agua y la comida del animal, la manta fue puesta en su lugar para protegerla del frío; recogiendo su bolso, el pequeño entró a la casa.

Dentro de la casa fue saludado por la alegría de los mellizos, cada uno colgando de los brazos de su padre quien llegara hace 4 días de su viaje; la madre y el padre le sonrieron.

Bakura dejó su carga de pescados en la cesta disponible.

"Volviste temprano hoy". Comentó el padre de Bakura, Behu reía desde su posición sobre la espalda del hombre.

"Si, Atemu tuvo que irse temprano". Bakura se sentó frente a ellos en la mesa simple sobre el suelo cubierto por la alfombra gastada. "El anillo le quedó perfecto". Una sonrisa agració los rasgos traviesos del pequeño.

"Que bien". Askunha acarició el cabello rebelde de su hijo mayor.

"Mamá". Bakura comenzó, debatiéndose entre preguntar sobre sus dudas o simplemente dejarlas pasar.

"Dime Bakura". El tono maternal, la seguridad que da aquel canto, aquella tibieza que representa la figura materna, fue lo que devolvió la confianza a Bakura.

"Se supone que cuando hay una boda es entre un novio y una novia, cierto?".

Askunha adivinó por el tono de voz de Bakura hacia donde se dirigía la pregunta, era evidente en los ojos chocolate del niño cuando hablaba de Atemu. Era algo irremediable, Atemu y Bakura se estaban enamorando, a tan corta edad y ya enamorados con la pureza que sólo un verdadero amor puede dar.

"Si, pero también puede ser entre dos novios". La voz grave del padre de Bakura respondió, su sonrisa dirigida a Bakura le dio confianza y aquella que intercambiaron con su esposa, fue la señal de la evidencia de que, aquella tierna amistad, pasaría a ser amor.

La campana de la plaza de la aldea sonó, su llamada convocaba a todos los habitantes al centro de aquel conjunto de viviendas humildes. Una a una las familias refugiadas del frío de la naciente noche salían de sus hogares, los niños abrigados con las capas de algodón desgastado, los últimos vestigios de Ra desapareciendo en el horizonte.

Askunha arropó a los mellizos para dejarlos con Bakura dentro de la casa, ella y su esposo acompañaron a los demás habitantes a la extraña reunión.

Sobre la pequeña plataforma con la estatua de Horus en ella, allí, cuatro figuras vestidas de blanco prístino, sus joyas de oro y adornos en sus ropas eran fascinantes para muchos aldeanos, que jamás habían visto tales riquezas. A su alrededor estaban varias decenas de guardias, al menos unos cien contando de un solo vistazo.

El hombre al lado de Askuhna frunció el ceño, sacerdotes de Menfis y tantos guardias no eran algo que se viera todos los días, algo extraño estaba sucediendo.

Akunadín tomó la palabra cuando vio a los aldeanos alrededor de ellos. De entre sus túnicas sacó un pergamino, el cual extendió para comenzar a leer.

"Aldeanos de Kuru Eruna, somos enviados del Faraón". Murmullos comenzaron inmediatamente a circular, el Faraón era una figura casi divina para el pueblo. " Akunamukanon, Señor del Alto y Bajo Egipto, Estrella del amanecer e Hijo de Ra entre nosotros; nuestro Faraón os informa que la guerra se avecina".

Silencio.

"Hace tres días Tebas fue masacrada por las hordas de un ejercito casi invencible". El horror presente en sus rostros, había guerra y los hombres debían ir. "Aquellos ejércitos llegaran a Menfis en 7 días más; el Faraón todo poderoso no requiere a sus esposo e hijos para la batalla, en su increíble poder ha decidido crear una arma perfecta para enfrentar a estos invasores". Los suspiros de alivio o se dejaron esperar.

"Habitantes de Kuru Eruna, estos Artículos requieren un material extraño para ser creados, una energía muy potente correspondiente a 99 almas; por los cargos de robos de tumbas por parte de ustedes, han sido condenados a muerte".

El horror del pueblo, las puertas fueron cerradas, los guardias se avecinaron contra ellos, las lanzas y cuchillas en sus manos eran demasiado aterradoras. Los sacerdotes lanzaron extraños rayos blancos hacia los primeros aldeanos, sus cuerpos cayeron mientras una energía blanca flotaba sobre ellos, las espadas de los guardias despedazaron los cuerpos y las energías fueron encerradas en un cofre que la mujer sostenía.

Los gritos de horror cubrieron el silencio de la noche, Shaadi, Akunadín, Isis y Karimu se encargaban de quitar y encerrar las almas, mientras los guardias despedazaban los cuerpos para que éstas no volvieran a sus dueños.

Askuhna corrió, sus piernas veloces lograron sacarla de aquel tumulto, ni siquiera miró hacia atrás, hacia los gritos de dolor y desesperación, su objetivo era casar a sus hijos de allí.

Bakura tomó a sus hermanos cuando escuchó los gritos de los aldeanos, Behu y Bausuru sostenían sus manos con terror. De pronto la puerta se abrió, su madre a penas si respiraba, ella los apresuró a salir por la puerta trasera.

"Váyanse, tienen que correr". La mujer dirigió los niños por el patio trasero hacia las murallas de la ciudad, antes de salir de la casa, una mano fuerte tomó su brazo y la atrajo hacia la casa. Bakura volteó inmediatamente para defender a su madre, sin embargo sólo pudo observar, al igual que sus hermanos como el egipcio vestido ricamente lanzaba una energía a su madre, quien rápidamente cayó y fue destrozada por las espadas de los guardias, hueso y carne cortados, creando un cuadro de sangre y muerte en la alfombra de su hogar.

"¡Mamita!". Gritaron los tres, Bakura tomó a sus hermanos y corrió, Behu y Bausuru lloraban por su madre, allí estaba la puerta, la libertad, unos metros más podrían huir al desierto. Bakura apuró la carrera, fue demasiado para los pequeños.

Bausuru cayó, sus rodillas y palmas raspadas en la dura arena. Su manito se resbaló de entre los dedos de Bakura, cuando el mayor volteó para recoger a su hermano, este ya estaba recibiendo el mismo tratamiento que su madre, primero aquella energía, las lagrimas y el grito de dolor que abandonaron sus labios muertos, jamás dejaría de resonar en la mente de Bakura. El mayor de los mellizos fue mutilado por la lanza del guardia más próximo. Behu se aferró a Bakura en su miedo.

Aquella escena siempre se repetiría para Bakura, su padre venía corriendo desde el lado derecho, alcanzado por el rayo mortal y las espadas sedientas de sangre, Bakura no vio venir a los guardias tras él. Cuando Behu fue arrancado de sus brazos, sus gritos de auxilio, las lagrimas manchado su rostro. Entonces cayó muerto, antes de que la lanza del gigante tocara a su hermano menor, Bakura se lanzó contra él, el golpe certero en el estómago del adulto fue suficiente como para devolver el alma de Behu a su cuerpo.

Bakura miró hacia arriba, Behu entre sus brazos, la espada bajó rápidamente, sangre y dolor, un grito desgarró el cielo, mientras Ra desaparecía por completo.

Mahaado sabía que Atemu no le estaba escuchando, aún así continuo explicando las reglas del Duelo de Monstruos. El príncipe estaba llorando, sus mejillas húmedas, sus ojos casi tan rojos como sus pupilas ausentes.

"Enséñame como salvarlo".

Mahaado quedó en silencio ante la demanda del príncipe, su voz no era suave ni infantil, tenía un tono de madurez demasiado alta como para un niño de 5 años, una voz que hablaba de experiencia y poder; sabiduría y verdad.

Atemu quedó de rodillas en el suelo, su madurez perdida en el tiempo pasado, sus sollozos desgarradores, un dolor en lo más profundo de su alma, desde donde sentía como si e arrancaran lo más preciado de su ser. Sus lágrimas mojaron la plataforma.

" ¡¡Van a matar a Bakura!!". Atemu gritó sus pequeños puños apretados y firmes, sus nudillos blancos, la desesperación era la imagen que representaba con su figura infantil.

Mahaado quedó observándolo, la presencia mágica cada vez aumentaba más y más alrededor del príncipe, su aura violeta iluminó el oscuro salón, el brillo de su tercer ojo abierto cegó temporalmente al Mago. Tras el príncipe, Mahaado pudo distinguir la figura de Ithil Míriel, sus ojos azules perdidos frente al dolor de su hijo, una determinación presente en su rostro cuando su forma cambió, poco a poco su figura femenina fue reemplazada por una criatura magnífica, su brillo y poder inmensos. En la pared de tabletas se formó una nueva, pero la luz que irradiaba la nueva forma de Ithil era demasiada para los ojos de Mahaado.

Atemu se encontró a si mismo dirigiendo una criatura fantástica, la cabeza del dragón blanco le elevó hacia el cielo, mientras con sus alas membranosas batía el viento y alzaba el vuelo con un destino en mente.

Mahaado les vio alejarse a una velocidad increíble, sin embargo no estaba permitido al príncipe viajar sólo, de entre las sombras de los muros llamó una tableta, un dragón que no podía competir con la magnificencia y brillo del que Atemu controlara, el Dragón Negro de Ojos Rojos alzó el vuelo con Mahaado sobre sus escamas, tras la pista blanca del príncipe.

El viaje entre las nubes fue como una brisa de viento, ante los ojos de Atemu, Kuru Eruna yacía entre las tinieblas y el silencio. Sus piernas cortitas le encaminaron por la calle principal, los aldeanos reducidos a cuerpos mutilados por doquier, el horror pintado sobre el rojo y negro. El brillo, de las escamas de su acompañante, iluminaba la aldea.

Los ojos del príncipe absorbían todo, sin embargo el terror a admitir que había llegado tarde para salvar a su amigo lo así aún más chocante. El pequeño cuerpo mutilado más adelante fue todo lo que Atemu necesitó para correr hacía él, el cabello blanco y rebelde que enmarcaba la macabra obra de las lanzas albergaba una mínima esperanza de encontrar con vida a Bakura. Sin embargo, la sangre le hacía irreconocible.

Mahaado encontró a Atemu minutos más tarde, acunando contra su cuerpo un trozo de carne sanguinolenta, acariciando el cabello rebelde de quien alguna vez riera en esa aldea.

Mahaado de aproximó a Atemu, un relinchó débil y adolorido provino de una hermoso animal azabache. Los ojos vivaces de Saigril observaban suplicantes a Atemu y la criatura tras él.

"Descansa en paz Saigril". A las palabras de Atemu, del hocico del dragón tras él, un rayo de luz cruzó el horizonte, entonces la yegua se sumió en un sueño eterno, su cuerpo a medio destruir al fin vacío y sin dolor.

Mahaado observó al dragón que custodiaba a Atemu mostrando sus enormes dientes.

"Un dragón blanco de ojos azules".

"Es el Ka de mi madre". Atemu contestó sin levantar la vista de aquellos cabellos albinos como los suyos propios. "Bakura está muerto".

Mahaado quedó en silencio.